Redescubrir la Sociedad Política

Envuelto en una niebla de corrupción y malestar político, el Perú avanza, cabizbajo y in ganas, hacia sus próximas elecciones generales. Alguien dirá que votar ha perdido parte de su promesa, después de todo, pareciera que nuestra vida política fuese constantemente mediocre, corrupta y decepcionante. Coincidimos en un desalentador diagnóstico: la democracia peruana es precaria y poco legítima, sus instituciones ineficientes y débiles, y las acciones y decisiones de sus autoridades poco representativas de la voluntad popular. A los ciudadanos pareciera que nos hubiesen confiscado el poder político; los principales intereses y problemas sociales están hoy claramente desconectados de las prioridades y decisiones de nuestros gobernantes. Como lo señaló agudamente Alberto Vergara, estaríamos atrapados en un sistema de “alternancia sin alternativa”. Y la ausencia de alternativas no se limita a la continuidad del modelo económico, se aplica también a la manera precaria, prepotente y desequilibrada en que funciona el poder político a lo largo del territorio. La pregunta importante deja entonces de ser: ¿quién ganará las próximas elecciones? para convertirse en ¿cómo construimos una mejor democracia?
Ante esta pregunta, los ciudadanos solemos exigir reformas centradas en las características institucionales del Estado y de los partidos políticos. Sin embargo, este énfasis en el mundo oficial de la política nos hace perder de vista otro aspecto de gran importancia. En este texto desarrollaré, desde una perspectiva sociológica, algunas ideas vinculadas al mismo problema pero visto desde un ángulo distinto. En vez de centrarnos únicamente en el Estado y los políticos, sugeriré que debemos también prestar atención a la sociedad misma. Primero expondré algunos supuestos de la lógica básica de la democracia, para señalar cómo éstos generan un tipo de diagnóstico enfocado en el Estado y los políticos. Seguidamente, discutiré las limitaciones de esos supuestos y de los diagnósticos que se derivan de ellos. Argumentaré que para fortalecer la democracia necesitamos también de la participación activa de organizaciones intermedias, que expresen la complejidad y diversidad de los intereses de grupos sociales concretos. Su interacción constante y cercana con el gobierno y sus autoridades facilitará relaciones de confianza y legitimidad.
La (Incumplida) Promesa Democrática
La idea general señala que la democracia consiste en el autogobierno de una comunidad humana de individuos libres e iguales. En términos prácticos se sigue que, mediante el voto mayoritario, la sociedad expresa su voluntad en las urnas y elige un gobierno para sí misma. La votación mayoritaria de ciudadanos iguales ante la ley otorga así legitimidad y poderes de gobierno a los individuos electos—devenidos autoridades políticas—por un periodo de tiempo determinado. Esto contiene dos supuestos: primero, que existe algo cercano a una voluntad popular unánime (de un mismo ánimo o parecer) que será revelada por el voto mayoritario, y segundo, que esa voluntad designará un cuerpo de jefes políticos que estará a cargo de representar (hacer presente) efectivamente los intereses, temores y problemas de la sociedad y dirigir el aparato burocrático estatal de acuerdo con ellos. Una democracia legítima y saludable sería aquella en donde las campañas electorales y las candidaturas políticas permitan que se cumpla con esa lógica. En breve, la democracia establece un gobierno cuyo origen es moral, y cuyo funcionamiento es administrativo.
Buena parte del malestar de la democracia peruana contemporánea consiste en reconocer que vivimos excesivamente distantes de ver aquella promesa cumplida. En la práctica, los políticos y sus partidos no ofrecen plataformas que se vinculen claramente con las aspiraciones y necesidades de gran parte de la población. La representación de intereses está tan venida a menos, que a muchos se les va haciendo costumbre votar no a favor de algún candidato, partido o programa, sino en contra de aquel que les provoque mayor rechazo. Y a pesar de recibir una votación mayoritaria, las autoridades electas simplemente incumplen con aquellas políticas y reformas principales que supuestamente implementarían una vez en el cargo. Se mantienen las formas pero no el fondo; las reglas de la democracia serían la pantalla engañosa de un sistema político elitista, en donde unos pocos cuentan mucho y muchos cuentan poco. Nuestra esencia ciudadana no se condice con nuestra existencia democrática. En suma, el problema fundamental sería que la mayoría de peruanos vivimos alienados de nuestra política.
El Diagnóstico y las Reformas
A partir de ese diagnóstico general solemos interpretar una serie de problemas. El Estado y los gobiernos son presa de poderes fácticos (económicos, religiosos, internacionales, mafiosos, informales) que influyen en ellos de manera subrepticia y desproporcionada, motivando decisiones erráticas, nocivas a diversos sectores sociales, y contrarias a las propuestas enarboladas durante las campañas electorales. Improvisada, informal, y poco comprometida con su mandato representativo, la clase política cede fácilmente ante esas presiones y actúa de manera mezquina e irresponsable. La derecha, enceguecida por su lógica de acumulación, impone políticas conservadoras por sobre demandas razonables y urgentes de gran parte de la ciudadanía.
Las tecnocracias y su supuesto manejo técnico serían simples caballos de Troya encargados de promover y proteger los intereses del gran capital, sobre todo cuando estos se encuentran amenazados por crecientes presiones y cuestionamientos sociales. Por su parte, las propuestas de solución a estos problemas buscan, por diversos caminos y mecanismos, incentivar una mayor pluralidad y representatividad en la oferta política, y generar en nuestras autoridades un comportamiento más transparente y responsable con su electorado. Aumentar el número de congresistas, prohibir la reelección regional, castigar el transfuguismo, exigir mayor transparencia en el financiamiento a los partidos, otorgarles financiamiento público, todas estas propuestas de reforma apuntarían a esos objetivos básicos.
Sin embargo, alineada con los supuestos teóricos arriba señalados, nuestra confianza en ese tipo de reformas de la política formal pasa por alto algunas limitaciones importantes. En buena cuenta, asumimos que la voluntad de “la sociedad” (casi siempre en singular) puede efectivamente expresarse mediante el voto mayoritario hacia algún candidato u agrupación política. Asumimos también que las autoridades tendrán suficiente conocimiento sobre los intereses y preferencias políticas de sus electores como para administrar eficientemente el aparato estatal basándose en ellas. Siguiendo esa lógica, pasadas las elecciones las personas que componemos la sociedad perdemos relevancia como actores participantes, pues a fin de cuentas serán nuestros representantes políticos quienes se encargarán de tomar decisiones e implementar políticas basándose en nuestras preferencias ya conocidas. Bajo ese común diagnóstico sobre los problemas políticos y sus múltiples propuestas de solución, subyace entonces una misma lógica para salir de la alienación: si tan sólo pudiésemos contar con autoridades que efectivamente representasen la voluntad de la mayoría y que administrasen el Estado de acuerdo a ella, nuestra democracia sería legítima y saludable.
Buena parte del malestar de la democracia peruana contemporánea consiste en reconocer que vivimos excesivamente distantes de ver aquella promesa cumplida. En la práctica, los políticos y sus partidos no ofrecen plataformas que se vinculen claramente con las aspiraciones y necesidades de gran parte de la población

Dos Límites de la Representación
Creo que esa lógica política es útil pero incompleta. Se enfoca máximamente en el Estado y los políticos como administradores delegados, y mínimamente en la sociedad y sus grupos concretos como actores participantes. Para completarla debemos tomar en cuenta dos limitaciones principales. En primer lugar, hay algo engañosamente simple en la idea de que el voto mayoritario pueda expresar una voluntad general o unánime de la sociedad.
Si bien es cierto que existen doctrinas políticas y económicas diferenciables entre candidaturas, y que en buena cuenta presidentes, partidos o coaliciones pueden ganar elecciones gracias a ellas, también es cierto que los intereses concretos, múltiples y complejos que recorren la vida en sociedad no pueden fácilmente resumirse a tales doctrinas o programas. Una mayoría es una noción aritmética y estática, y no una realidad sociológica y dinámica. Los “ciudadanos iguales ante la ley” son una ficción legal, en verdad solamente existen personas portadoras de una gran particularidad y especificidad que las hace únicas.
En un país como el Perú, las vastas diferencias económicas, geográficas, religiosas, lingüísticas, culturales, y de ciudadanía, contribuyen a complejizar y particularizar aún más los intereses políticos de las personas. Aun si muchos comparten ideales generales de desarrollo inclusivo e institucional, no es posible identificar las preferencias y expectativas específicas de los millones de personas distintas que votaron por una misma candidatura. Por ejemplo, como bien señalara Carlos Meléndez en un artículo reciente, la candidatura de Keiko Fujimori podría ser atractiva tanto para quienes rechazan el “statu-quo” como para aquellos interesados en alguna clase de populismo de derecha.
De hecho, las preferencias políticas específicas en una sociedad son tan diversas e insospechadas que ni un cuadro politológico de cien casillas bastaría para capturar certeramente las distintas motivaciones y combinaciones de intereses de los electores. A pesar de la utilidad de conceptos como “voto mayoritario” y “representación política”, no existe una generalidad de intereses y preferencias políticas que sea fácilmente expresable por la sociedad y representable por presidentes, congresistas o autoridades regionales. Por el contrario, existe una gran diversidad y complejidad que no puede simplificarse.
En segundo lugar, también es incompleta la idea que esos supuestos intereses representables puedan ser efectivamente atendidos por un aparato estatal administrativo mientras que los grupos sociales involucrados permanecen alejados de ese proceso. La historia nos enseña que el poder simbólico, territorial y legal del Estado moderno ha ido en constante aumento. Y es precisamente porque hoy en día el poder estatal impregna tantos aspectos de la vida que la administración pública genera constantes tensiones, desacuerdos y disputas que no pueden solucionarse a través de procesos estandarizados o programas generales. A pesar de haber recibido millones de votos, es frecuente ver a las autoridades y sus burocracias tomar decisiones meticulosamente planificadas que sin embargo deben descartar prontamente, pues resultaron ser impopulares para los sectores afectados, generaron consecuencias no anticipadas, y fueron rechazadas por el público.
El reordenamiento de las ciudades, las reformas de transporte y comercio, la modernización de servicios públicos, o la formalización de la pequeña minería son casos que evidencian las dificultadesde esa forma de planificación. En todos ellos, los planes de la autoridad generaron malestar entre grupos que se sintieron maltratados, excluidos y perjudicados por el afán administrativo. Los resultados son el rechazo a la ley y el incumplimiento de los planes impuestos, el malestar de los ciudadanos ante el desempeño de la autoridad, y el declive de la legitimidad política.
La visión administrativa que emerge desde las alturas del Estado, explica James Scott, necesita interpretar la sociedad de forma simplificada, apelando a información y categorías estandarizadas, y a conceptos fácilmente medibles. Que hoy en día las personas utilicemos apellidos además de nombres propios para identificarnos, puede rastrearse en el pasado hasta los primeros censos de población ejecutados por la autoridad Florentina en el siglo quince. Esa necesidad de interpretación simplificada para administrar y controlar el tejido social condiciona a las autoridades actuales a perder de vista gran parte de la riqueza y complejidad de cada espacio local y grupo social particular, motivando graves errores al momento de interactuar con ellos y su realidad.
En el pasado reciente, parte de los lamentables y graves enfrentamientos entre autoridades nacionales y poblaciones rurales y nativas está asociado a un profundo desconocimiento estatal de esas realidades locales y a una baja disposición gubernamental para escuchar a las personas afectadas y reconocer la complejidad de los escenarios de disputa. En resumen, el dinamismo y la complejidad de las preferencias sociales, así como la especificidad del conocimiento de la realidad local, no pueden encarnarse fácilmente en el voto mayoritario, ni en los grandes planes de la administración estatal.
El Rol de las Organizaciones Sociales Intermedias
Para completar nuestro razonamiento sobre cómo escapar de la alienación política, debemos redescubrir la importancia y el rol de las organizaciones sociales intermedias. Estas son aquellas en donde los ciudadanos van más allá de su vida personal, sin llegar a ser organizaciones políticas. Entre el padre de familia y las decisiones de las congresistas, alcaldes o presidentes regionales, se encuentran las asociaciones de agricultores y comerciantes, sindicatos obreros y de trabajadores, cooperativas, iglesias locales, federaciones o clubes de distinto tipo, grupos de pequeños empresarios, colectivos estudiantiles, artísticos e intelectuales, entre otros. Durkheim mencionaba que estos espacios generan valiosas solidaridades, y que permiten asimilar (hacer parecido) a las personas en virtud de aspectos socialmente relevantes de su vida.
En un contexto de alta desigualdad de acceso a recursos políticos, existen varias razones que las hacen necesarias para fortalecer la democracia. Una primera es que, como anticipé líneas más arriba, el origen moral de la autoridad elegida por el voto mayoritario no basta para encarnar las múltiples expectativas y necesidades concretas de las personas. Recordemos que el ex presidente Toledo obtuvo la mayoría del voto en prácticamente todos los departamentos del país; sin embargo, la baja aceptación popular que acompaño casi todo su mandato indica que ese gran electorado estuvo insatisfecho. Sin duda, la voluntad y orientación política de un líder y su partido importan, pero la presencia de una red extensa de organizaciones intermedias que visibilicen y expresen sus necesidades y prioridades facilita esa crucial relación entre ciudadanos y gobierno. Los avances hechos en educación y derechos humanos durante ese periodo se dieron también gracias al esfuerzo de organizaciones que promovían esos temas.
Una segunda razón es que la administración eficiente de la realidad local requiere de lazos con organizaciones sociales portadoras de conocimientos detallados sobre su problemática específica, promoviendo la eficiencia y legitimidad de las medidas adoptadas. Ganar unas elecciones libres y transparentes otorga un reconocimiento social general: la autoridad surge de las reglas aceptadas de la democracia y no existen razones de principio para rechazarla. Pero se trata de una legitimidad de “acceso” al cargo público, y ello no garantiza también la legitimidad de “ejercicio” o desempeño durante el mandato de la autoridad. Tanto para autoridades locales como nacionales, esa legitimidad de desempeño debe ser más bien un logro constante, forjado en el trabajo democrático del día a día, y a través de relaciones saludables con múltiples grupos sociales a lo largo de todo el país. Además de preguntarse
¿Cómo organizar la industria minera en el país? Habría que preguntarse adicionalmente ¿Con qué organizaciones locales pueden vincularse las agencias del gobierno, para organizar este proyecto específico, evaluando las posibilidades de hacerlo compatible y beneficioso a esta realidad particular? Si bien el Estado necesita categorías claras y simpleza para controlar, los grupos sociales tienen biografías y complejidad que expresar, y esto será facilitado si las personas pueden deliberar y participar a través de sus organizaciones intermedias cuando la situación lo amerite. Que los partidos políticos sean débiles no implica que la sociedad también deba serlo. Por ejemplo, en Ecuador, a pesar de la debilidad estatal, la participación de sólidas organizaciones indígenas facilitó la implementación eficiente de programas de desarrollo étnico. Su conocimiento de los problemas locales, su amplitud organizativa, y la confianza hacia sus liderazgos, permitió superar problemas de implementación y contribuyó a que el Estado cumpla con sus objetivos. En suma, las organizaciones intermedias pueden funcionar como una bisagra que vincule Estado y sociedad en situaciones concretas, generando confianza, reduciendo la incertidumbre, y haciendo visibles los problemas y oportunidades de cada caso.
En el pasado reciente, parte de los lamentables y graves enfrentamientos entre autoridades nacionales y poblaciones rurales y nativas está asociado a un profundo desconocimiento estatal de esas realidades locales y a una baja disposición gubernamental para escuchar a las personas afectadas

Organizaciones Intermedias, Partidos y Estado
Las organizaciones intermedias no son una alternativa a los partidos políticos; tampoco son una panacea que solucione todas las dificultades. Son más bien un importante componente de la infraestructura social de la democracia. Los partidos políticos juegan un rol vital en términos de promover políticas públicas y grandes reformas, así como de liderar procesos, amalgamar intereses y negociar decisiones de impacto nacional. Las organizaciones intermedias bien pueden colaborar con partidos tanto de izquierda como de derecha. Detrás de la mayor vida partidaria en países vecinos como Brasil y Chile, existe un vasto tejido de organizaciones intermedias que la nutren y vigorizan, proveyendo a los partidos de redes que los vinculan a la sociedad. Asimismo, las personas que participan en organizaciones intermedias desarrollan habilidades, disposiciones y conocimientos que los pueden preparar para enriquecer la política formal. No es casual que en países desarrollados como Inglaterra, Francia o Estados Unidos, sea frecuente que los representantes políticos tengan una larga y exitosa experiencia en este tipo de organizaciones.
Destacar la importancia de las organizaciones intermedias para la democracia no implica debilitar al Estado y la ley: el poder estatal sigue siendo el de tener la última palabra al tomar decisiones en nombre de lo colectivo. La idea consiste más bien en reconocer que la legitimidad de la ley y las políticas no se derivan únicamente de la autoridad que las emite o de su contenido mismo; se construye también a través de la equidad, apertura y participación social detrás de esas decisiones. En un país históricamente construido sobre profundos desequilibrios económicos, políticos y simbólicos, que los gobiernos establezcan una relación cercana, respetuosa y atenta para reconocer (conocer de nuevo) la particularidad y complejidad de los grupos sociales y sus preferencias, resulta un deber moral y democrático impostergable. Visto así, el imperativo democrático de otorgar soberanía a los ciudadanos no se logra únicamente estableciendo el voto obligatorio y garantizando un proceso electoral limpio desde la cima; se forja también desde la base, a través de las interacciones constantes y positivas entre autoridades públicas, planes administrativos, y colectividades involucradas. Hugo Neira lo resumió con elegancia: en el Perú urge promover una legitimidad de cercanías.
Observaciones Finales
El énfasis que otorgamos a las reformas de la política formal probablemente se alimenta de cierta desesperanza frente al estado desarticulado de la sociedad peruana. Sin embargo, fue de la historia reciente—periodos de crisis, convulsión y represión política—que la sociedad resultó atomizada. De hecho, comparada con otras capitales de la región, Lima cuenta hoy con una gran cantidad de asociaciones populares. Sin embargo, su relación con las autoridades es aún es precaria, mediante dinámicas clientelares e intermitentes vinculadas a demandas por servicios básicos en un contexto de pobreza. La informalidad y bajo desarrollo de gran parte de las relaciones económicas, por su parte, dificultan también la formación de grupos y redes organizadas; no existe suficiente confianza, estabilidad y coordinación entre trabajadores o empresarios de diversa índole para construir organizaciones amplias y durables.
Si la evolución de la democracia moderna está históricamente asociada a las exigencias de sociedades internamente diferenciadas por las dinámicas del capitalismo industrial, no sorprende que nuestra economía ambigua y poco desarrollada mantenga una relación problemática con los componentes de ese esquema de gobierno. Dicho esto, el mayor reto pareciera estar más bien en la actitud política dominante, que rechaza la expresión de preocupaciones e intereses colectivos como algo intrínsecamente problemático y no como un producto natural de la libertad política. Pero una democracia debe admitir las diferencias y conflictos como bases necesarias de nuevos consensos y legitimidades.
Fortalecer nuestra democracia a mediano y largo plazo requiere entonces de prestar también atención al rol político de una infraestructura densa y activa de organizaciones sociales que complementen la lógica de la delegación formal con aquella de la participación real. Si bien es necesario reflexionar y actuar en términos de reforma política inmediata, también debemos hacerlo en términos de proceso social e histórico. Desde esa perspectiva, quizá lo más valioso de la democracia sea simplemente que permite contestar el poder y exigir nuestro derecho a ser tomados en cuenta. Y si ante la frustración política persiste la tentación de encumbrar a un gran y poderoso líder que rescate la democracia, sería más coherente construir los caminos para que vayamos a rescatarla entre todos.