Dos percepciones teatrales de la guerra en un contexto electoral

Reciente y simultáneamente han sido repuestas dos obras teatrales cuya temática es, a su manera, la misma: el conflicto armado interno que vivió el Perú entre 1980 y 2000. Nos referimos a Sin título [Revisado] del colectivo Yuyachkani y a Ruido, escrita y dirigida por Mariana de Althaus. Ya sus respectivas reposiciones pueden entenderse como dos interpretaciones distintas del mismo proceso de violencia y como dos modos de establecer una relación entre ese pasado y la situación no solamente electoral que vivimos en este momento.
Decimos que no solo es electoral por dos cosas: primero, porque hay una distancia entre lo electoral y lo político, y segundo, porque en nuestra circunstancia coexiste, sin embargo, la contienda electoral y la diferencia política. Pero qué es, entonces, la política. Es aquella situación planteada entre modos antagónicos y sin mediación de entender lo subjetivo. Para lo que nos interesa, podemos distinguir por lo menos dos modos de asumir la subjetividad: la que rechaza la singularidad inherente y se conforma con los goces que se le ofrecen en lasociedad y aquella otra que asume su singularidad como algo innegociable y prefiere su deseo atado a unmodo único, no alienado, de goce.
Muy probablemente, algo de esta diferencia está en juego en la diferencia de las dos puestas en escena simultáneas. Y creemos que es una relación específica en ellas la que permite ubicar una manifestación y una expresión de esas dos concepciones de sujeto: la relación que hay entre la posición del espectador respecto de la escena y la construcción del referente de violencia.
Mucho ruido…
Ruido se presenta como una comedia de situaciones en la que interactúan, con varios y certeros efectos humorísticos, una vecina y una familia compuesta por una madre y dos hijos adolescentes: un joven guitarrista de la movida Punk de los ochenta y una escolar huraña. La violencia es allí representada como la noticia de un toque de queda que motiva la situación teatral, el encierro de los personajes, pero sobre todo como un ruido constante y asordinado peroin crescendo que aparece a mitad de la puesta. Esta sonoridad indeterminada es además y probablemente la figuración teatral de una angustia de clase media ante los sucesos de violencia vistos de soslayo en la televisión. Ese ruido se acalla, da paso y suscita una serie de monólogos que contrastan con las interacciones previas, divertidas y hasta coreográfico-musicales, las cuales quedarían, así, develadas como superficiales. No obstante, estos monólogos no resultan más profundos: expresan padecimientos completamente particulares relativos a las relaciones de pareja, apetitos privados e incertidumbres ante la vida. Tampoco hay en esta segunda parte, entonces, algún tipo de traza que permita ubicar una interpretación sobre la relación entre la violencia armada y la inquietud subjetiva. El terrorismo es, así, un referente asordinado y paralelo, pero sobre todo un motivo más, de los muchos que tiene el ser hablante, para angustiarse y sentirse mal.
En el final, un efecto de luces inunda la sala y los espectadores, sentados en sus asientos, son iluminados con la misma luz roja que los personajes. Así, se insinúa en sordina una identificación: ustedes también fueron indiferentes ante los ruidos aterradores en la calle y miraron televisión. El ruido es ahora nítido: primero una explosión simultánea al efecto de luz y luego sirenas y el golpetear desesperado de la puerta. En consecuencia, el espectador es llevado de relacionar primero –trabajo sencillo en realidad— la violencia armada con los ruidos, a asumir, en segundo lugar, alguna culpa por la inactividad de su posición cómoda de espectador que se convierte en el equivalente de la que asumieron los limeños cuando no querían ver la violencia como un fenómeno que pasaba en nuestro país... Una consecuencia subjetiva lógica ante una inculpación como esta es la resistencia; por ello, los afectos no van más allá de la puesta en escena, no transitan hacia el espectador y se quedan en lo representado, en los enunciados. Estos, por su parte, presentados como monólogos, no se articulan y conviven como piezas desconectadas, como ruidos de desorientación para que nadie se espere la culpabilización final y “luminosa”. En este sentido cabe leerlos como una marca de la dificultad enunciativa para la elaboración simbólica de la violencia: la dramaturga no logra leer más allá de las particularidades angustiantes –y solo quizás representativas— de la clase media en el Perú.
Sin asientos
El espectador de Sin título [Revisado] entra por una galería en la que se exponeun conglomerado de infografías, fotos y objetos a la manera de un mínimo museo que evoca los sucesos del pasado de violencia; a continuación, entra a un gran espacio que amplifica unas diez veces el mismo concepto y que aloja,con el aura de los vestigios históricos, objetos antiguos, documentos escritos e imágenes de nuestro pasado común insertos en un espacio pintado de negro. Una música misteriosa marca el ritmo de la inspección a la que es llevadoel espectador por la curiosidad y por el espacio: imágenes de los héroes de la patria, objetos que evocan la guerra con Chile, máscaras caricaturescas de políticos conocidos de la década del noventa y del líder senderista Guzmán, imágenes de video, lemas pintados, escrituras diversas en las paredes… los cuatro actores están allí, ocupando los lugares centrales de las cuatro paredes. Y la performance comienza.
Se trata de una superposición de estímulos visuales y sonoros que el espectador puede contemplar desde una inmersión cuyo efecto es sobrecogedor: los actores cantan, tocan instrumentos, se visten, se desvisten, se disfrazan, se desenmascaran, discurren monólogos, interactúan sobre plataformas móviles con el arte de los mimos y todo lo hacen entre los espectadores. Ellos deben apartarse para no interrumpir a un actor que sale corriendo, deben acercarse para contemplar un detalle de luces, deben seguir una procesión cuyos protagonistas, una madre y un cristo, sintetizan con sus caricias la pasión más que cristiana, deben leer la escritura impresa sobre la ropa de los actores subidos en altares móviles…
En un momento principal, dos actrices elevan, con la técnica de las poleas una bandera inmensa, roja y blanca, hecha de retazos múltiples, mientras todos los actores –y seguramente también algún espectador— cantan “Tacna” en un tempo andante, pausado y hasta solemne. La bandera iluminada “en picada” tiene un aspecto corporal, doloroso y regirá el resto de la función. Será, entonces, el eje que centrará todo el movimiento de la puesta en escena y conectará las crisis de sentido del Perú, representadas con esa técnica mixta, con el pasado de su pueblo, más que con el pasado oficial y registrado por los libros de instrucción escolar.
Por lo tanto, la violencia del conflicto armado en el Perú es tratada en relación con las razones históricasde la violencia en nuestro país; la obra, así, piensa una relación entre el pasado de guerras, de derrotas y el terrorismo, la corrupción y las diversas subjetividades peruanas: andinas, costeñas y de la selva. Y en vez de culpabilizar al espectador, lo sumerge en una síntesis interpretativa de nuestro devenir como peruanos conmoviéndolo de una manera que no puede evitarse: el espectador se ve llevado, por su emoción, por sus desplazamientos integrados a la puesta y su reconocimiento de los trazos de nuestra historia, a tomar una posición: o que todo esto siga así y negar la verdad de lo experimentado (porque las cosas son como son, porque debemos seguir cumpliendo con el supuesto ideal de la “tolerancia” con el poderoso, porque el capitalismo es el único mundo posible) o a inscribirse como parte de un proyecto de cambio y asumir una posición intolerante, sí, pero con la injusticia que los pueblos del Perú han sufrido y siguen sufriendo.
El terrorismo es, así, un referente asordinado y paralelo, pero sobre todo un motivo más, de los muchos que tiene el ser hablante, para angustiarse y sentirse mal.

En la coyuntura actual
En este contexto podemos ubicar el trabajo interpretativo de las dos puestas en escena respecto de nuestra situación electoral y política. Ambas reposiciones piensan la violencia en su posible relación con la decisión electoral que estamos a punto de asumir. Y ambas, en cierto modo se complementan, porque el rechazo de Ruido es o se insinúa contra la violencia del gobierno de Alan García, mientras que en el de Sin título destaca la del gobierno de Fujimori. No obstante, los sujetos que se construyen como actantes de la enunciación, en particular, los espectadores, son completamente diferentes.
En el primer caso, al culpabilizado le toca hacer acto de contrición, confesarse en privado y prometerle a su confesor que no cometerá los mismos errores. En cambio, en el segundo, el espectador debe tomar una actitud política y no religiosa: no solo votar en las elecciones “correctamente” –es decir, en contra de la continuidad deshumanizante—, sino participar activamente en la gestación del sentido de lo peruano para el futuro, del mismo modo que participó en la construcción del sentido de la rememoración histórica de la puesta.
Pero también deben pensarse las reacciones contrarias: qué hace el espectador de Ruido que no quiere confesarse. Nada en particular, seguir con su vida al margen de lo político o, en todo caso, condenar lo político en general como un escenario de corrupción y sentirse no implicado con él. De este modo, cae en la trampa de la confusión entre lo político y lo electoral y, así, tal vez contribuya de modo pasivo a la continuidad del sentido actual de nuestra historia. En cambio, quien se opone a la propuesta de Sin título debe negar con firmeza: esto no fue así, esto es ideología de terroristas, de chavistas; en pocas palabras adoptar para sí una confusión ilegítima y tratar de difundirla. Es precisamente lo que hoy ocurre con el grupo Yuyachkani que está siendo difamado por las redes sociales.
Algo hay, finalmente, de las subjetividades indicadas al inicio en la base de cada propuesta teatral: el goce del sentido común, o religioso o refractario a lo político, parece inscribirse en la enunciación de Ruido, mientras que Sin título convoca o a lo singular del deseo de lo peruano como algo posible más allá de los modos aceptados y supuestamente universales de hacer política o a su rechazo y su difamación.