La depresión y el lugar de la tristeza

Una excandidata a la presidencia manifestaba en su reaparición política, voz en alto, no estar deprimida por su derrota en las ánforas porque eso es de “perdedores”. Semanas después un productor de una casa televisiva intentaba persuadir a una viuda, sobre la participación de los deudos en un programa de baile, y apelaba muy convencido de su trama, que cada uno lleva el luto de diferente manera, y que no es necesario estar "deprimido" para continuar el acto sobre las tablas de la vida.
La depresión es un problema mundial, que no discrimina razas ni estilos de carácter. En el Perú, un 6,7% de la población en todo el país padece de este trastorno y no tiene vínculo alguno a la fortaleza de carácter. En total, aproximadamente unos 2 millones de peruanos tienen depresión.
Los discursos que se desprenden de estos escenarios, nos revelan el rostro de la cultura que oculta el discurso del progreso, que ha ido de la mano con la normalización del sufrimiento en varios niveles. El síntoma más letal, es quizá, el lugar oculto al que se le ha relegado a la tristeza, y el tabú que aún rodea la asistencia psicológica en el Perú. Al otro extremo de la mesa, también resalta la aún precaria asistencia psiquiátrica en casos de patologías mentales más severas.
La noción que de salud mental se prefiere hoy es la que va de la mano con la patología, pues nos permite ubicar el sufrimiento como una ocurrencia de poca importancia para darle atención solo a los casos más extremos. Sin embargo, la anhelada estabilidad emocional atraviesa varios aspectos no solo personales, sino además políticos y sociales.
La salud, según la Organización Mundial de la Salud, desde 1948, se definió como un estado de bienestar que supera al equilibrio del estado físico, lo denominó "un estado de completo bienestar físico, mental y social", dejando atrás las nociones de salud como la ausencia de enfermedad o dolencia. Sin embargo, y a contracorriente de las evidencias científicas, el discurso de la cultura aún persiste en preservar los modelos anteriores, pues resultan cómodos para el discurso del progreso. En ese sentido, el mecanismo de defensa más eficaz de estos estigmas es la del ocultamiento social, que invisibiliza no solo el sufrimiento de muchas personas, sino, además, empuja el culto al “no pasa nada”, “la tristeza es para perdedores”, “el llorar es para los débiles”, etc.
En el mundo los problemas mentales constituyen el 12% del grupo mundial de enfermedades; en Lima, según el Ministerio de Salud, el 30% de los limeños tiene problemas de salud mental (como patología o condición episódica). En el Perú, además, hay 700 psiquiatras y 22 800 psicólogos aproximadamente. Sumas y restas, solo hay un psiquiatra para cada 300 mil peruanos.
Según un estudio epidemiológico realizado por el Instituto Nacional de Salud Mental en el Perú, en el 2012, la cuarta parte de la población adulta de Lima Metropolitana y el Callao presentó alguna vez en su vida algún trastorno mental, siendo el trastorno depresivo en general el más frecuente con un 17,3%, seguido por el episodio depresivo (17,2%), el consumo perjudicial o dependencia de alcohol (7,5%), el episodio depresivo severo (9,0%), el episodio depresivo moderado (5,5%), el trastorno de estrés post-traumático (5,1%) y el trastorno de ansiedad generalizada (3,0%).
Como se puede entrever, al menos en Lima, el trastorno depresivo y el episodio depresivo son los más frecuentes, y son los diagnósticos que aguardan el tabú y el ocultamiento, llevando así a miles de personas a no consultar con un especialista y a no recibir herramientas psicoterapéuticas para superar sus problemas. La depresión es un eje paradigmático dentro del espectro en salud mental, porque es una de las condiciones que más se normaliza socialmente, dado que no manifiesta síntomas entendidos como “graves”, y que no afectan aparentemente según la creencia popular, el lenguaje o el pensamiento, como en los casos de diagnósticos esquizoides. Sin embargo, y apelando a los hallazgos de la OMS y a la psicología de la salud, el equilibrio emocional no pasa por carecer de afectaciones; el ideal de la “salud” es, finalmente, una utopía, dado que el cuerpo y la mente siempre adolecen de alguna forma y solo podemos aspirar a la más cercana armonía y bienestar.
En ese sentido, la salud mental es aún más difícil de elaborar para el común denominador de la gente, porque se ha estigmatizado el lugar de la tristeza y la importancia del duelo. El dolor es el punto de partida de descubrimientos personales, es el momento en que cada persona tiene la oportunidad de reelaborar sus recuerdos, sus metas y sus sueños. La tristeza, la ansiedad o la angustia nos alertan de afectaciones más complejas, como la fiebre advierte las infecciones. Su atención merece tiempo, respeto y comprensión; lo que en muchos casos contradice el discurso popular que nos clama pasar la página o hacer silencio. Un poeta escribió: “Hay cosas que no comprendo/ sino llorando”, ése fue el artista plástico Jorge Eduardo Eielson ante la prematura muerte de su entrañable amigo Sebastián Salazar Bondy. Hay cosas que no se entienden sino a través del proceso de elaborar la tristeza y el dolor; es por ello que gran parte de los libros de autoayuda no tienen en buena cuenta a largo plazo, ninguna efectividad, pues no asisten ni permiten elaborar los abismos de las emociones que todo ser humano ronda.
Es un estigma y síntoma en el país hablar de salud mental o padecerla, ignorando de soslayo que la estabilidad emocional está sujeta además de a la historia personal, a variables políticas y sociales. Entendiendo así que los esfuerzos por una mejor calidad de vida no pasan solamente por el devenir personal de cada individuo, sino, además, son los agentes políticos y sociales los que pueden promover discursos para elaborar temas como el de salud mental o, en su desmedro, dejan espacio para exaltar conductas sociopática, como las ocurridas recientemente.
Un Informe sobre Desarrollo Humano en 2002, encargado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, ofrece un análisis revelador y pertinente acerca del papel que la política desempeña en el logro del desarrollo humano, la importancia de las libertades políticas y los modos en que las instituciones democráticas pueden ayudar al fomento del progreso social. Del otro lado del muro, el desconocimiento, la indiferencia política y la cultura del optimismo superficial van construyendo un piso tras otro, para que se instalen en los sujetos, como cómodos huéspedes; la angustia, el pánico y el silencio.
Las enfermedades del siglo, el estrés, la depresión y la ansiedad son más comunes de lo que imaginamos, y son de las que menos dicen aquejar los individuos. El silencio es, en este caso, el peor síntoma porque al tomar desvíos y camuflajes no hacemos más que prolongar la fatiga del dolor y promover a futuro problemas afectivos más severos.
La OMS considera que en el 2020 la depresión va a ser el principal problema de salud a nivel mundial, más allá que cualquier enfermedad física. Es por ello que apelar por discursos responsables sobre la estabilidad emocional es pertinente. E buena cuenta, el progreso social va de la mano con la elaboración de discursos que intenten articular la vida interior de la gente y la dignidad de las mismas para con sus sentimientos, pues de éstos parten nuestros sueños y la forma en que experimentamos la vida.