Donald Trump y la sabiduría del pueblo estadounidense

Donald Trump y la sabiduría del pueblo estadounidense

Juan Carlos Ubilluz Doctor en Literatura
Ideele Revista Nº 265

Foto: CNN.com

El título es irónico solo como punto de partida pues este escrito apunta a develar un saber detrás de la ironía. Si bien Donald Trump es casi tan malo como se repite, su victoria en las elecciones presidenciales puede ser una bendición disfrazada de apocalipsis. He dicho puede ser y no que vaya a ser así. No tengo una bola de cristal en mi computadora. Pienso que la llegada de Trump a la presidencia crea la posibilidad de que algo bueno suceda en la política global. Para entender este aparente contrasentido, hay que indagar primero a qué responde el nombre de Trump. Hay que indagar, es decir, por qué ganó las elecciones y qué ha traído ya a la política.

Como no me precio de haber inventado la rueda, debo decir que este ensayo se desarrolla a partir de tres grandes elaboraciones sobre el tema que nos ocupa. La primera es un artículo de Michael Moore, quien meses antes de las elecciones predijo en detalle la victoria de Trump. La segunda es una conferencia en la que Alain Badiou (el filósofo más importante del mundo) intenta situar esta victoria en el contexto histórico del ocaso de la idea comunista. Y finalmente, una entrevista a Slavoj Zizek donde el carismático pensador marxista se justifica contra un furibundo entrevistador de Al Jazeera por haber declarado que si hubiese podido, habría votado por Trump. Mi tarea será aquí la de hacer una suerte de “comento y glosa” a estas tres elaboraciones desde un punto de vista psicoanalítico. Dado que casi la totalidad de los comentaristas han explicado la elección de Trump en términos de la rabia del electorado, este punto de vista se vuelve indispensable. Pues solo el psicoanálisis permite hablar de la rabia sin caer en moralismos absurdos.

Michael Moore y el cinturón oxidado

Como se sabe, Hillary Clinton ganó el voto popular pero perdió la elección en el Colegio Electoral, ese cuerpo de representantes de todos los estados donde se van sumando los votos hasta llegar al mágico número de 270. Tradicionalmente hay estados que votan por los demócratas (como Nueva York y California), otros que votan por los republicanos (como Texas y Arizona) y otros aún que pueden ir en una u otra dirección, los llamados swing states o “estados columpio” (como, por ejemplo, Florida). La elección por lo general se decide en este último grupo de estados. Pero lo que predijo Michael Moore fue más bien que Trump ganaría apropiándose de estados tradicionalmente demócratas: a saber, Pennsylvania, Michigan, Ohio y Wisconsin. Debido a que su actividad económicase concentra en la industria y en las manufacturas, estos estados son conocidos como el Rust Belt o el cinturón de óxido.

Irónicamente, en la actualidad el apelativo Rust Belt se ha vuelto más preciso: puesto que en las últimas décadas Estados Unidos ha relocalizado gran parte de su producción industrial en países donde la mano de obra es más barata, los fierros de la industria y de la manufactura se han oxidado de verdad. Para decirlo en los términos de David Harvey, los trabajadores del cinturón de óxido se han visto seriamente afectados por la tendencia a la tercerización (el outsourcing) en el capitalismo tardío. ¿El primer mundo se desindustrializa? No, lo que sucede simplemente es que sus obreros e industrias se encuentran ahora en China, India o México.

Cansados de esta situación, así como del alineamiento de los demócratas con los tratados del libre comercio, los trabajadores del cinturón de óxido optaron por un hombre que promete hacer a América nuevamente grande (“Make America Great Again”) mediante políticas proteccionistas y nacionalistas. Se trata de un fenómeno similar al Brexit, donde los británicos votaron por dejar atrás las supuestas bondades de la Comunidad Europea. Trump es así el nombre de una decisión que tiene raíces económicas. Algunos dirán que esto no es racional, que resistir la globalización es resistir el progreso. Pero para quienes se han empobrecido a lo largo de las últimas décadas, la decisión responde a la sabiduría de cortar las pérdidas. Lo único irracional es confiar en alguien como Trump para llevar a cabo una agenda proteccionista. ¿Cómo confiar en un empresario que se ha pasado la campaña criticando a ciertas empresas norteamericanas por tercerizar en el extranjero cuando sus mismas empresas producen corbatas y trajes en China? ¿Cómo confiar en un “outsider” que ha aportado dinero para las campañas de los políticos más tradicionales y que socializa con gente como los Clinton? En otras palabras, ¿cómo confiar en un “outsider” que es en realidad un “insider” que se ha beneficiado como ha podido de un sistema que le ha hecho un gran daño a la clase trabajadora estadounidense?

Lo que pasa, evidentemente, es que hay en el voto por Trump mucho más que una decisión económica racional. Como lo señala Michael Moore, Trump es también el candidato de los hombres blancos molestos (angry white men): de hombres blancos empobrecidos que resienten la osadía arrogante de las mujeres emancipadas (las “feminazis”), de los negros que hacen mal uso de los programas que el gobierno federal financia recolectando impuestos de “ciudadanos decentes”, de los inmigrantes que usurpan los trabajos, abaratan los salarios o ensucian las calles con sus costumbres extrañas y, por supuesto, de los medios de comunicación llenos de acaudalados izquierdosos que piden toleranciade la clase baja mientras ellos viven en comunidades valladas. De hecho, gran parte del atractivo de Trump radica en su vulgaridad. Cuando afirma su derecho de coger la vagina de las mujeres o que va a construir una enorme pared para mantener a los mexicanos afuera (y que México va a pagar por ella), los hombres blancos molestos sienten que finalmente alguien tiene el arrojo de poner los puntos sobre las íes, de decir, las cosas como son.

En resumen, Trump es el nombre de una reacción local estadounidense contra la globalización y cierto tipo de cultura progresista. O mejor aún, es el nombre de una reacción molesta del hombre blanco contra el empobrecimiento de su valor económico y cultural. No podemos escapar la invitación de las palabras. Si la pérdida de valor económico/cultural atañe principalmente a los hombres, estamos hablando de una pérdida de valor fálico. Lejos de ser simplemente el pene, el falo es el símbolo del poder sexual (pero también económico/cultural/político, etc.) que supuestamente tienen los hombres. Y el problema con lo que se tiene es que se pude perder. A menudo se escucha en las noticias que un hombre mató con un cuchillo a una mujer infiel. La infidelidad es aquí un atentado contra el falo, un hecho que sugiere que él no la tiene como debería. Y hundir un cuchillo en las carnes de la mujer adúltera es un acto que encierra un mensaje: “A pesar de todo, yo tengo algo grande y potente”. La rabia de ciertos votantes de Trump es la rabia del hombre blanco que ve su falo disminuido, o peor, arrebatado. En este sentido, hacer a América nuevamente grande es hacer que los hombres blancos molestos la tengan nuevamente grande.

Hay, sin embargo, todavía más detrás del voto por Trump. Nos toca ahora colocar el fenómeno en un contexto social más amplio. Nos toca, es decir, hacernos la pregunta que Alain Badiou desliza en su conferencia: “¿Qué es el mundo de hoy donde esta clase de cosas es posible?”.

Del Communist International Bank a la agencia bancaria Trump

Alain Badiou hace un resumen histórico bastante sencillo desde el punto de vista de la política de emancipación. Durante más de dos siglos, había en la opinión pública dos caminos concernientes al destino del ser humano. Basado en la propiedad privada y el libre comercio, el primero proponía una versión pacífica de la historia: el liberalismo político-económico traería progresivamente el progreso para la humanidad entera. El segundo proponía una historia de rupturas: tanto los anarquistas como los socialistas y comunistas apostaban por una nueva organización social basada en la igualdad y la propiedad colectiva. A partir de la caída del muro de Berlín, este mundo dividido entre dos ideas que se disputana la humanidad deja de existir. La idea comunista ya no convoca a multitudes ni es el horizonte de nuestro tiempo. Pero tampoco se puede decir que el liberalismo siga funcionando como una brillante justificación del progreso lento y pacífico de la humanidad. En el primer mundo occidental, al menos, la justificación del capitalismo global está basada en que no hay otro camino posible. La gente conoce las grandes desigualdades del mundo contemporáneo, pero tiene la sensación de que no se puede hacer otra cosa. No sería arriesgado decir que vivimos en un mundo sin ideas políticas.

Ahora bien, todos los gobiernos del mundo deben aceptar las mismas políticas oligárquicas. Todos deben aceptar que la globalización capitalista es el único camino posible. Y esto es, en efecto, lo que hacen todos: lo hace el Estado Islámico de Siria, el estado cleptocrático de Rusia, el estado democrático de Francia y el estado peruano de Fujimori en adelante. El rol de la clase política es funcionar como operadora del único camino, lo cual implica no solo ejecutar ciertas políticas como funcionarios públicos, sino asegurar que la población se mantenga dentro del horizonte de (im)posibilidad. Llámese Partido Republicano o Partido Demócrata, Partido Popular o Socialista, partido de derecha o de izquierda –toda la clase política toca la misma tonada, los medios de comunicación la repiten y se supone que la población debe bailar.

Ante este mundo unipolar aparecen, según Badiou, nuevos activistas de derecha que “están mucho más cerca de los gangsters y de las mafias que de los políticos educados”. Badiou está hablando de personajes como Nicolas Sarkozy en Francia, Viktor Orban en Hungría o Silvio Berlusconi en Italia. Se trata de nuevos políticos que están a la vez dentro y fuera de la democracia, es decir, que se presentan en las elecciones y buscan para sus partidos mayor representación parlamentaria pero cuyas voces, expresiones y gestos prometen un más allá del ethos o de la institucionalidad democráticos. Trump es, así, el nombre de estos nuevos políticos vulgares, machistas, racistas, nacionalistas y demagógicos que expresan un descontento contra esos viejos políticos educados que defienden a la oligarquía global.

Según Peter Sloterdijk, el comunismo ha funcionado durante casi dos siglos como un banco de rabia. Los indignados contra el sistema invertían su rabia en un movimiento político internacional, el Communist International Bank, que prometía retribuir con (intereses de) igualdad y justicia. Todos conocemos los problemas que llevaron a este banco a la quiebra pero ahora ha sido sustituido por pequeñas agencias bancarias donde los indignados depositan su rabia con la esperanza de recibir intereses menos justos y universales (como, por ejemplo, la expulsión de los inmigrantes). En estos tiempos las agencias de derecha parecen ser los lugares principales donde realizar un depósito. Pero lo que se ha visto durante las primarias de esta última elección estadounidense es que la gente podría poner su rabia en otros lugares. Estoy hablando, por supuesto, del gran entusiasmo que generó entre los jóvenes (sobre todo entre los “milennials”) el llamado a una “revolución política” de Bernie Sanders. Trump y Sanders son muy distintos: el primero es el nombre de una reacción, el segundo es uno de los nombres de la rehabilitación del horizonte socialista. Y, sin embargo, ambos compiten por un mismo tipo de elector.

Cuando Sanders no salió elegido como candidato del Partido Demócrata, algunos de sus seguidores dijeron que estaban pensando votar por Trump. Y cuando la élite republicana trató de impedir que Trump fuese el candidato del Partido Republicano, algunos de sus seguidores declararon que considerarían votar por Sanders. Sanders y Trump tienen en común el tono de voz molesto e impaciente que captura la indignación popular. Pero también una audacia para desafiar lo que se considera imposible. Cuando Trump habló de construir una pared entre México y Estados Unidos, todos los medios se rieron de él.  Y cuando Sanders propuso que la universidad pública fuese gratuita, los medios hicieron lo mismo, pero luego Sanders obligó a Hillary Clinton a aceptar esta propuesta a cambio de su apoyo.

Por cierto, el fenómeno Clinton dice mucho sobre la identificación de los votantes y estos líderes. Durante toda la elección, pero sobre todo en las últimas semanas, Clinton se abocó a una verdadera campaña del miedo, pidiéndole a los votantes que imaginen, por ejemplo, los dedos del temperamental Trump sobre el botón de los misiles nucleares. Sin duda, esta imagen perturbó a más de uno, pero muchos de los perturbados votaron por Trump. En una encuesta a boca de urna, 63% de los encuestados creían que Trump no tenía el temperamento para ser presidente, pero 20% de ellos votaron por él. Lo cual quiere decir que el rechazo contra el sistema y la clase política estuvo acompañado de una gran temeridad. ¿La esperanza pudo más que el miedo? Definitivamente no, la rabia pudo más. Pero Michael Moore lo explica mejor que yo: para los hombres blancos molestos, Donald Trump es “tu cocktail Molotov personal para tirar al medio de esos bastardos que te hicieron eso!”.

De la elección de Trump se desprende así una buena nueva para la política de emancipación. A pesar de ser el motor principal de los votantes, la rabia no le pertenece por derecho natural a la agencia bancaria Trump. Es más, el ascenso de Sanders es la evidencia de que la rabia se puede depositar en otra parte y que quizás ha llegado el momento de reconstruir un nuevo banco socialista que rinda mejores intereses que los de la reacción. Que los tiempos son propicios para ello, lo demuestra el hecho que la gente está cada vez menos interesada en la lógica del mal menor ofrecida por el establishment contra políticos como Trump. Entre la bomba Molotov y Clinton, mucha gente prefiere la bomba Molotov. Lo cual nos lleva a la pregunta que anima la última sección: ¿hay que alegrarse de que la gente sea tan “irresponsable”?

Lo que pasa, evidentemente, es que hay en el voto por Trump mucho más que una decisión económica racional. Como lo señala Michael Moore, Trump es también el candidato de los hombres blancos molestos (angry white men)

La “irresponsabilidad “de Slavoj Zizek

En una entrevista en el programa Up Front de la cadena televisiva Al Jazeera, Zizek reaccionó a la reciente victoria de Trump con una famosa frase de Mao: “Todo es caos bajo las estrellas, la situación es excelente”. El argumento de Zizek era que la elección de Trump traería un sentimiento de urgencia a la política norteamericana que llevaría a los progresistas a organizar y/o apoyar una propuesta política de izquierda más radical que la del Partido Demócrata en las últimas décadas. Por eso, si él hubiese podido, habría votado por Trump. Mehdi Hasan, el presentador del programa, le saltó al cuello acusándolo de buscar irresponsablemente el caos: “para que nazca una izquierda más auténtica, ¿millones de personas tienen que perder el seguro social en Estados Unidos, el tratado nuclear con Irán debe ser reescrito y la ecología, que Trump llama el “embuste de China”, debe ser descuidada?”. Zizek responde que no le parece que Trump sea tan peligroso como se pinta y sostiene que el verdadero peligro es seguir apoyando a políticos como Hillary Clinton. Y, metiendo su cuchara. Noam Chomski ha tildado esta idea de “terrible” y comenta que: “Es lo mismo que la gente como él [como Zizek] pensaba de Hitler en los años 30”.

De todo lo anterior se esbozan dos preguntas importantes. Primero, ¿es Trump tan peligroso como se dice?, ¿es un fascista que amenaza la paz y la democracia en Estados Unidos y el mundo? Y segundo, ¿no es votar por Trump, con la esperanza de que nazca una izquierda más auténtica, un riesgo demasiado alto? Evidentemente, ambas preguntas están relacionadas. Si supiésemos que Trump quiere iniciar la tercera guerra mundial, habría que responder que el riesgo es demasiado alto y habría que bajar la cabeza y votar por alguien como Hillary Clinton. Una cosa es tomar riesgos calculados, otra lanzarse al vacío con la esperanza de caer sobre un avión. Por otra parte, Trump ya fue elegido presidente y ni Zizek ni nosotros pudimos votar por aquel, ya que no somos estadounidenses. Que la respuesta a las preguntas de arriba sirvan entonces como un ejemplo del tipo de análisis que hay que hacer a la hora de evaluar si debemos o no votar por el mal menor. Como lo sabemos los peruanos (y los estadounidenses) por la última elección presidencial, el mal menor es un lugar estructural de la política contemporánea. En las democracias del mundo no se vota tanto a favor de alguien sino en contra del que se considera peor… hasta la llegada de la estirpe de los Trump.

Pasemos entonces a la primera pregunta. ¿Es Trump un fascista? En el sentido ideológico sí, porque apuesta por una política identitaria. Badiou, por ejemplo, llama a los nuevos activistas de derecha “fascistas democráticos” y deja en la ambigüedad sobre si pueden ser tan genocidas y totalitarios como Hitler y Mussolini; después de todo, estos ascendieron al poder a través del orden democrático. A pesar de ello, creo que hay considerables diferencias entre los viejos y los nuevos fascistas. Para comenzar, mientras que Hitler y Mussolini eran hombres de los estratos bajos de la sociedad que llegaron al poder a través de partidos contestatarios que ellos mismos hicieron despegar, Trump y Berlusconi son multimillonarios que alcanzaron el gobierno a través de sus negocios y de sus conexiones con los políticos del establishment. Apenas salió elegido, Trump alabó la labor política de Hillary Clinton y actualmente baraja darle la secretaría de estado a Mitt Romney (su gran oponente de la vieja élite del partido republicano). No hay que sorprenderse si en los próximos meses Trump se acerca aún más a los mismos políticos convencionales a quienes criticó con virulencia en la campaña electoral.

También, así como Berlusconi, Trump no ha dejado sus negocios para evitar conflictos de intereses y (como lo vaticina Paul Krugman) lo más probable es que instaure una cleptocracia a lo Vladimir Putin. Lo cual sugiere que mientras para Hitler y Mussolini la política era un fin en sí mismo, para Trump y Berlusconi la política es un medio para los negocios. Cuesta ver a Trump sacrificando a su mano de obra (como lo hizo Hitler con los judíos) para asegurar la pureza racial de la nación. Todo esto se traduce en una relación distinta con respecto al goce. Hitler pertenece a una época en la cual el imperativo a gozar estaba mal que bien anudado al deber paterno; a una época, es decir, en que el goce pasaba mal que bien por el ideal. Trump, sin embargo, pertenece un estadio avanzado del capitalismo en que el goce se ha independizado de la ley. De allí que la obscenidad que los embarga sea distinta. La obscenidad de Hitler es la de un odio incendiario que anima y desborda su racionalidad política (el goce del superyó), mientras que la de Trump es la vulgaridad de un Yo que ama la figuración (el goce narcisista) y que cree que lo merece todo (el goce en el consumo). La voz de Hitler invita a gozar matando por el deber, mientras que la de Trump a satisfacer cualquier capricho personal.

Con todo, es cierto que los viejos y los nuevos fascistas tienen en común la habilidad para manejar los medios de comunicación. En la Alemania nazi, Joseph Goebbels le encargó a la compañía Seibt la fabricación de los volksempfänger (“receptor del pueblo”). La idea era que todos los alemanes tuvieran una radio para escuchar los mensajes del Führer. Trump y Berlusconi se han adentrado aún más en esta lógica mediática: Berlusconi es dueño de varias cadenas televisivas y Trump ha tenido un reality show exitoso, The Apprentice. Pero aquí hay que ser más específicos. Hitler y Trump pertenecen a eras distintas de los medios de comunicación. Esto se advierte en el valor que ocupa la palabra para ellos. Mientras Hitler trataba de mantener cierta coherencia ideológica (una coherencia delirante y paranoica pero coherencia de todos modos), Trump no tiene problemas en contradecirse cinco veces al día. Trump pertenece a una era en que los medios de comunicación son mucho más inmediatos y en que por eso mismo la palabra no importa tanto por su sentido como por el efecto generado. Hitler pertenece a los medios pre-televisivos, mientras que Trump a una era televisiva de los medios masivos que se ha apresurado aún más a causa de los medios sociales (los social media). Todo el mundo sabe que el juguete informático favorito de Trump es el Twitter.

En resumen, Trump es un nuevo tipo de fascista que privilegia los negocios sobre la política, el goce narcisista y de la mercancía sobre el goce del deber superyoico y la inmediatez del Twitter sobre el sentido político. Y todo esto –creo yo- funciona como un límite a su reacción político-económica a la globalización capitalista. Por lo cual, creo que Trump traicionará en gran parte a los hombres blancos molestos que votaron por él. Si estos buscaban alguien que restaure su valor económico y cultural, posiblemente se verán en los años que viene con un presidente económicamente pragmático que promoverá una cultura conservadora hasta donde le sea posible. A los angry white men se les vienen ciertas victorias ideológicas de corte demagógico y a la vez una desilusión, pero no una gran desilusión. Después de todo, ellos mismos están en la lógica de la inmediatez. The Apprentice es un reality que reunía a un grupo de aprendices para echar a andar un negocio. Cuando alguno de los concursantes fallaba en su trabajo, Trump le decía en frente a millones de televidentes: “Estás despedido” (“You’re fired”). Muchos votantes de Trump buscaban precisamente eso: alguien que le diga a los políticos educados de la globalización: “Están despedidos”. En este sentido, Trump es el nombre de una solución política que no demande mucho esfuerzo ni atención, en breve, una solución mediática.

Por todas estas razones tiendo a estar de acuerdo con Slavoj Zizek en que Trump no es tan peligroso como se piensa, que toda esa vulgaridad fascistoide es un simulacro que esconde que no hay mucho detrás. Hitler podía apostarlo todo a una idea política, pero ni a Trump ni a la mayoría de los hombres blancos molestos los veo sosteniendo un mínimo sentido ideológico durante tiempos difíciles. El gran atractivo del candidato Trump ha sido el de representar a una bomba Molotov que inmediatamente despediría a la vieja clase política y recuperaría el valor perdido (el valor económico, racial y fálico). Pero francamente no creo que por él, o por sus ideas siempre cambiantes, las masas estén dispuestas a padecer largos inviernos. Creo, más bien, que si Trump les hace un daño económico real, ellas simplemente cambiarán de canal. Por eso, no hubiese sido una mala idea votar por Trump para tener la oportunidad de construir una izquierda mejor. De hecho, es un buen signo que el Partido Demócrata haya nombrado a Bernie Sanders como su Director de Extensión (Outreach Director). Pero mejor signo es aún que él no esté procurando cambiar el Partido Demócrata desde adentro sino a través de la presión de los movimientos sociales en su exterior.

Por supuesto, siempre existen riesgos. ¿Y si Trump conduce a Estados Unidos a una guerra en nombre de los negocios? Pero eso es lo que ha hecho Estados Unidos durante gran parte de su historia republicana. ¿Y si deporta a los inmigrantes con antecedentes criminales? Posiblemente lo hará, pero Obama es el presidente que más ha deportado en los últimos 30 años: alrededor de 2.8 millones inmigrantes fueron expulsados de EEUU y más del 40% sin antecedentes criminales. ¿Y si Trump se retira de los tratados ecológicos entre las naciones e incluso se deshace del EPA (Environmental Protection Agency)? Sin duda, no ayudará al medio ambiente, pero la verdad es que las políticas actuales de la EPA y los tratados ecológicos vigentes (la COP22) son insuficientes para frenar el desastre ecológico. Lo cual nos trae de vuelta al argumento de Zizek: ni Estados Unidos ni el mundo puede malgastar su tiempo con políticos como Hillary Clinton. Trump es por supuesto peligroso, pero más lo es seguir confiando en los políticos civilizados de la oligarquía global.

Volviendo al inicio del ensayo, el pueblo estadounidense ha sido después de todo sabio. Ha tenido la sabiduría de cortar las pérdidas con el mal negocio de la globalización y de desechar la opción sistemática del mal menor. Y de este modo, ha traído inconscientemente una sensación de urgencia al campo político que puede permitir la creación de una izquierda más eficaz. Lo que queda por saber es cómo se puede separar la rabia popular de la venganza fálico-reaccionaria-inmediatista de la derecha para convertirla en un deseo de justicia social sostenido en el tiempo. A esta reflexión el aporte del psicoanálisis puede ser crucial. Pero esto es ya otra historia.

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