En el pantano de la indecisión
En el pantano de la indecisión
Debería el presidente Humala preguntarse, a estas alturas, sobre el costo de oportunidad que significó apartarse de su plan de gobierno original. En muy pocas ocasiones anteriores se han manifestado de manera tan nítida las enormes contradicciones y paradojas sobre las cuales se ha asentado el loado crecimiento económico. Aceptado por tirios y troyanos, el éxito no ha sido redondo: convive con una amplia y persistente brecha de desigualdad que, como indican los expertos, de no amenguarse, ponen al país en peligro de desandar lo obtenido en materia económica y social.
Correcciones de por medio, el Gini real parece ubicarse en 0,5 y no en el 0,36 oficial. Esto conduce a dos cuestiones irrefutables. Primero, es más o menos el coeficiente de desigualdad que tuvimos en los años previos al crecimiento, lo que indica que la bonanza se concentró en un sector de la población. Segundo, el modelo vigente ha generado una amplia zona gris, reafirmando la premisa de que el crecimiento es importante pero no suficiente para arribar a metas de desarrollo. Más aún: ya no se ponen en cuestión solamente las disparidades en el ingreso, sino también la accesibilidad a los servicios, los costos ambientales y la generación de conflictividad. Además, se someten a consideración otras entradas para analizar estas desigualdades, como por ejemplo la dimensión territorial, en tanto gran parte del país rural es un espacio mal comunicado, mal informado, mal remunerado y con deficientes servicios de educación y de salud, lo que da como resultado menos oportunidades económicas, sociales y políticas para la población que reside en estos ámbitos.
Resumiendo, el neoliberalismo “a la peruana” ha puesto en evidencia, como nunca, sus paradojas: solo puede reproducirse generando exclusión. En otras palabras, crea no-ciudadanos, privados de las garantías necesarias para el ejercicio de sus derechos. Ahora bien: como podrá deducirse, un Estado como el peruano no puede reclamar legitimidad si expulsa —excluye— a importantes contingentes de personas fuera de sus límites. Sin embargo, nuestra paradoja democrática, además de la económica, reside precisamente en que sin esta operación perdería sus fundamentos. Esto era, precisamente, lo que hubiera podido amenguarse si Humala decidía apostar por sus planteamientos originales.
Sin embargo, prefirió escuchar y dar espacio a la derecha perdedora. Por eso la magnitud de los desafíos que debe gestionar el Presidente es respondida con flagrantes limitaciones, pues esa derecha que lo aconseja y presiona —pero que lo mantiene a distancia— es incapaz de ofrecerle, por ejemplo, siquiera un mínimo de equipo necesario para manejar salidas ante situaciones apremiantes. Apenas un dato puede graficar esta situación: el rumor de la despedida del tercer Gabinete Ministerial toma forma, y el titular de la PCM podría dejar su cargo sin que la mayoría de los peruanos hayamos tomado nota de su paso por él, si hacemos caso a los resultados de las encuestas.
Ante tal circunstancia, a la vez que declara su hartazgo con ministros a los que tiene que indicarles su trabajo, no se incomoda ante el creciente poder que adquiere el Ministro de Economía, el único permanente desde julio del 2011. El MEF parece haber amasado, sin oposición alguna dentro de un Gabinete cuyos integrantes están siempre de salida, el poder para decidir respecto a qué debe hacer y qué no cada responsable de los sectores del Ejecutivo, y cuánto deben recibir como transferencias los gobiernos locales y los gobiernos regionales con miras a capitalizar apoyos para el 2014, en lo que poco importan los objetivos que puede haberse propuesto el Gobierno, o la consolidación de procesos institucionales como la descentralización y la regionalización.
Lo que debió percibir el Presidente, después de año y medio de ejercicio de su cargo, es que el gran logro del modelo neoliberal fue haber alejado la política de la economía, imponiendo el indicador macroeconómico como medidor universal de la realidad social y principio del bien común. No obstante, la persistencia de expectativas embalsadas y las grietas sociales en las que prospera el violentismo son las fisuras por las que ese principio hace agua. La derecha nativa, acostumbrada a equiparar política con captura de aparatos estatales y acción lobista, ha demostrado que no tiene nada que proponer en este punto.
El neoliberalismo “a la peruana” ha puesto en evidencia, como nunca, sus paradojas: solo puede reproducirse generando exclusión. En otras palabras, crea no-ciudadanos, privados de las garantías necesarias para el ejercicio de sus derechos.
Verbigracia, los acontecimientos suscitados a partir de la intervención policial en La Parada son una muestra precisa de los resultados “exitosos” que logró la política que instalaron en el país los que ahora susurran a los oídos presidenciales sobre las maneras de gobernar. En efecto, fueron las hordas marginales pero bien organizadas que forman parte de un tejido social que se apropió de un espacio de la ciudad las que perpetraron una manera de gestionar que nunca quiso resolver problemas sino “administrar” situaciones, dando pie a la reproducción de cadenas corruptas que trocó “tranquilidad” por “impunidad”. Abundando en lo mismo, es lo que hoy sucede cuando se intenta modificar el increíble “sistema” de transporte de la ciudad, lo que ha desatado las iras de quienes por años se beneficiaron de una situación cuyos altísimos costos en vidas humanas se trasladan al usuario, sin más.
Ante ello, la tibia reacción del Ejecutivo dejó constancia de lo dubitativo que puede ser, pues se dejó solo al Ministro del Interior para que baraje la situación como pudiera. Tampoco fue firme en su apoyo a la Alcaldesa de Lima, como debió ser incluso por un acto de gesto político que podía haber subsanado en algo el mutismo frente a la revocatoria que vienen impulsando los afectados por un gobierno municipal que muestra muchísimas deficiencias pero una sola gran virtud que lo hace muy diferente —y peligroso— de los que condujeron la ciudad en años anteriores: la honestidad.
El Ejecutivo también aparece con enormes sombras de dudas sobre asuntos que reclaman claridad contundente, como los derechos y las garantías ofrecidas para su ejercicio. El pedido de indulto para el sentenciado Alberto Fujimori, exigido a gritos, como acostumbran sus simpatizantes, contradecía cualquier mínimo de razón, incluso al sentido común, y debió ser un asunto ante el cual el presidente Humala debió exponer públicamente su posición. Nada de opinable hubo allí, como lo demostraron fehacientemente los propios fujimoristas, cuya patética defensa terminó revelando lo deleznable de su argumento.
Pero, desvanecida la justificación humanitaria y, más aún, expuesta la situación por demás privilegiada del sentenciado Fujimori, el presidente Humala debe recordar por qué se le juzgó, porque él mismo señaló una y otra vez lo que significaron sus diez años de gobierno. ¿Hay dudas acaso, en momentos en que la justicia chilena decidió incluso ampliar la cartilla de extradición, aceptando el pedido peruano?
Asimismo, permitió, impasible, que la derecha mediática sobredimensionara una circunstancia y armara un literal cargamontón contra el embajador en Argentina, obligando a su renuncia. Ante ello, cabría preguntarse si la agenda gubernamental se elabora en algún oscuro conciliábulo paralelo a los circuitos oficiales, o si simplemente el Ejecutivo halló una fórmula para deshacerse de funcionarios que han devenido incómodos, sin decirlo directamente (lo que, para el caso, procede de una misma raíz).
En suma, la promesa que vislumbró alguna vez el candidato Humala quedó definitivamente atrás. Como sus antecesores, decidió no complicarse con los cambios prometidos, todos ellos necesarios y en perfecto alineamiento con el modelo vigente, y optó por administrar la situación hasta donde alcanza su horizonte, que, desgraciadamente, parece ser muy corto. En ese sentido, al puro estilo de la derecha, prefirió la reconcentración para acumular las fuerzas y el capital político que no puede obtener de operadores políticos —que no tiene— y cuidarse más de esas bases sociales que alguna vez votaron por él que de los detentadores del poder real, quienes le marcan el compás desde los salones privados.