José Matos Mar
José Matos Mar
Es difícil escribir sobre alguien a quien se ha conocido de cerca y alcanzó la importancia que logró José Matos Mar. En parte porque, precisamente, la cercanía es contraria a la distancia verdaderamente necesaria para intentar un balance mínimamente equilibrado. En parte debido a que, a corta distancia, los espacios público y privado del personaje pueden resultar indebidamente comunicados entre sí.
No tengo duda de que esto último, por muy diversas razones, ocurrirá en el caso de JMM, incluso en boca de quienes no tuvieron con él un trato cercano. Argumentos de conventillo y el omnipresente vicio nacional de la envidia apuntan –como en tantos otros casos– a favor de oponer objeciones sobre el individuo, encaminadas a menoscabar la obra.
I
Como producción propia, fuera de sus múltiples estudios antropológicos que se iniciaron en Tupe y siguieron con el de Taquile, JMM tuvo una intuición genial al estudiar tempranamente las barriadas de Lima. Leyó en ellas un fenómeno social nuevo que iba mucho más allá de la ocupación de tierras y la búsqueda de la vivienda propia y que, como “desborde popular” estaba destinado a transformar por entero el perfil de Lima y de la vida urbana del país. Quizá él llevó el argumento un poco lejos al pretender que allí se gestaba un nuevo país, cuando en realidad en ese marco surgían algunas de las piezas de ese enorme rompecabezas, que se resiste a ser armado, del Perú de hoy. Pero JMM identificó la esencia del fenómeno que hizo del Perú, para siempre, un país cholo.
Más allá de la contribución hecha en múltiples artículos y libros, JMM institucionalizó las ciencias sociales en el Perú. Esto quiere decir, en términos concretos, que quienes en su momento habrían de ser autores de valor indudable –como Julio Cotler, Heraclio Bonilla o Fernando Fuenzalida, por citar algunos ejemplos– pudieran dedicarse al quehacer científico social. El sociólogo aficionado o el antropólogo de fin de semana quedaron atrás. Al establecerse el Instituto de Estudios Peruanos, gracias al trabajo empeñoso de JMM, se constituyó el lugar duradero –que ha llegado ya al medio siglo– en el cual, dedicados a tiempo completo a investigar y escribir, algunos de nuestros más prestigiados científicos sociales pudieron hacer la obra por la que han alcanzado justo reconocimiento.
JMM se ha incorporado a la historia intelectual del país con el aporte de un legado importante que cuando se evalúe no podrá circunscribirse, pues, a los trabajos que firmó o los que se publicaron bajo su orientación. Entre sus contribuciones habrá que considerar las ayudas y becas que gestionó para quienes prometían hacer un buen uso de ellas, y los apoyos y alientos que distribuyó generosamente entre quienes a su juicio podían dar algo a esa tarea que él se propuso: comprender el Perú para cambiarlo.
II
Conversar con JMM era enterarse de sus descubrimientos, en Lima y en el interior del país, al que incluso en los últimos años, posteriores a su regreso de México, solía viajar con frecuencia. Acompañado y asistido por Carolina –su compañera durante 25 años–, seguía tomando apuntes, ensayando hipótesis y formulando planes grandiosos de investigaciones que ya soñaba ver publicadas.
Su capacidad de observación y de relato iba bastante más allá de lo que logró publicar. En círculos cercanos se refería a la discriminación de la que él mismo había sido, y ocasionalmente era, objeto. Sin embargo, este fenómeno social no fue objeto de trabajo sistemático de su parte ni fue incorporado como factor central de sus análisis.
No obstante, avanzó mucho –e hizo posible que otros avanzaran– en la comprensión del país. Entre tanto, el país mismo alcanzaba logros, si no menores, relativos, lo que constituyó para él una fuente de frustración y, al mismo tiempo, de renovación de la esperanza. Pese a tantas evidencias en contrario, nunca renunció a apostar por alguna posibilidad de hacer del Perú algo mejor. Fantaseaba con la idea de que se le encargara la gestión de un valle costeño donde creía que podría logra un cambio integral, valiéndose de todo lo aprendido en sus décadas de trabajo profesional.
En política, su esperanza se daba la mano con la frustración que acaso se inició cuando el Movimiento Social Progresista, del que fue principal animador, no pasó de ser un embrión de partido que no pudo desembocar en una alternativa política sólida. Peor aún, en su mirada, fue constatar con decepción que algunos de quienes fueron allí sus camaradas se embarcaron pronto en la audaz aventura velasquista, a fines de los años sesenta. JMM se quedó casi solo entonces y lo sufrió sin reconciliarse nunca con la revolución militar que él llamaba, despectivamente, “de los cachacos”.
Fue un gran testigo del siglo XX. Gustaba contar que siendo un niño había dado la mano a Leguía. Había conocido a muchos de los presidentes del Perú y a menudo refería sus idas y vueltas del entusiasmo proveniente de conversaciones con diversos actores políticos; entre ellos, Fernando Belaunde Terry, Juan Velasco Alvarado, Alberto Fujimori, Alan García, Alejandro Toledo y Ollanta Humala.
JMM identificó la esencia del fenómeno que hizo del Perú, para siempre, un país cholo
Conocí a JMM en 1966, cuando a punto de graduarme en derecho había leído buena parte de lo que entonces se había publicado como trabajos en ciencias sociales sobre el Perú. Su nombre para mí era el del antropólogo cuyos textos había empezado a seguir con interés. Una pequeña ONG, desaparecida hace mucho, me encargó coordinar un proyecto del que era parte una reunión de intelectuales con diversas posiciones políticas para propiciar lo que, precisamente, Matos entendió como la búsqueda de una “comunión”. Fui a verlo en su oficina del IEP y aceptó la idea con entusiasmo. Desde entonces disfruté siempre la calidez de su acogida.
Salvo encuentros ocasionales no compartí experiencias con él hasta que, por razones que todavía no comprendo, en 1974 se me convocó a integrar un grupo de cinco personas que, reunidos por Manuel Jesús Orbegozo e invitados oficialmente, visitó China durante un mes. Con JMM identificamos entonces afinidades y compartimos no sólo habitación de hotel sino nuestras dudas y sospechas sobre lo que se nos quería mostrar en un país gobernado en esos días por lo que luego habría de ser conocido como “la banda de los cuatro”: China aún vivía la revolución cultural.
En esas circunstancias, JMM me reveló algunos de sus recursos profesionales. El viaje desde Lima fue agotador y luego de dormir en Hong-Kong, donde apenas estuvimos lo indispensable antes de tomar el tren para adentrarnos en China, JMM casi me sacó de la cama para darme su primera lección: “Una ciudad se conoce en el mercado”, me explicó, es allí donde se ve todo. Y, en efecto, vimos desde los alimentos que se vendían hasta las complicadas negociaciones de compradores y vendedores, pese a no entender la lengua. En el resto del viaje me dejé guiar por sus formas agudas y discretas de averiguar y observar una realidad que para nosotros era ajena.
JMM apoyó el trabajo para hacer mi tesis doctoral, de la que el IEP publicó luego una versión. Nuestros periódicos encuentros fueron siempre estimulantes. Discutimos a menudo sobre el gobierno militar que encabezó Velasco entre 1968 y 1975. Hablar con JMM no sólo era interesante. Sus relatos podían ser cautivantes.
Años después de irme del país, un día lo encontré en una reunión en Guatemala a mediados de la década de 1990. Desde entonces nos mantuvimos en contacto, especialmente durante el periodo entre 2002 y 2004, años en los que ambos vivimos en México.
IV
Pese a sus múltiples logros y a los honores recibidos sobre todo en los últimos años, JMM vivió algo así como un déficit de reconocimiento que, sin embargo, no le condujo en modo alguno al rencor. Creo que le dolió no recibir el Premio Nacional de Cultura en 2012. Esa decepción ahondó en él una vieja necesidad interior que mantuvo insatisfecha. La Orden del Sol, finalmente otorgada un par de días antes de su fallecimiento, probablemente llegó tarde.