Jugando mi propio mundial
Jugando mi propio mundial
La autora es corresponsal en Nueva York de la cadena hispana Univisión y colabora con Radio Programas del Perú. Relata aquí la manera en la que problemas de salud la obligaron a vivir el Campeonato Mundial de Fútbol de un modo peculiar.
La circunstancia de hallarme en proceso de recuperación de una operación de meniscos me ha hecho vivir este Mundial de una manera muy especial. Es decir, vinculándome, como nunca lo había hecho antes, al reto físico que conlleva la pugna por levantar el 13 de julio la ansiada copa en el césped del Maracaná. Me ha resultado imposible no conectar mi propia situación con el esfuerzo desesperado del colombiano Radamel Falçao o del uruguayo Luis Suárez –lesionados a pocas semanas del inicio del torneo– por estar en condiciones de participar.
Una vez culminada la cirugía –como me había advertido mi médico– todo lo que viene es cuestión de voluntad en el proceso de rehabilitación, cuando de lo que se trata es de doblegar al dolor y la resistencia del propio cuerpo. Esta situación peculiar es la que me ha permitido dar una mirada distinta a la fiesta del fútbol. He sentido como propia cada caída, he lamentado la salida, en una camilla naranja, de los caídos en la confrontación y me he solidarizado con la ansiedad de los técnicos ante las faltas del rival contra sus todavía convalecientes estrellas.
Tengo una vieja afición por el fútbol. Nunca, sin embargo, me había impactado tanto esta dimensión de la competencia. A tal punto que, en algunos momentos, hubiese querido que, tras ocurrir una falta, una vez retirado del campo el jugador lesionado, la cámara se quedara con él hasta verlo en pie, aunque fuese a costa de perder el curso del partido mismo.
De este Mundial me va quedando una memoria peculiar. Una memoria basada en lesiones y milagrosas rehabilitaciones, más que en goles espectaculares o prodigiosas salvadas de los guardametas. Una memoria en la que doblegar al dolor aparece como la mayor victoria; en la que médicos y kinesiólogos aparecen como un tercer equipo, neutral y benevolente, cuyo objetivo no es el arco rival sino enderezar una pierna torcida por una plancha artera o suturar en el acto una ceja cortada en un choque de cabezas ocurrido tras un lanzamiento de tiro de esquina. Siempre me ha gustado el fútbol –reitero-- pero nunca me había proporcionado esta mirada.
Para volver a mi mundial, había sido yo como esos equipos que califican por default, que dependen de resultados ajenos para pasar a los octavos de final
Así, como parte de “mi mundial”, he vivido otro reciente asunto de salud, relativo a las pruebas ordenadas por mi cardiólogo a raíz de un dolor en el brazo izquierdo que venía sufriendo durante algunos meses. En Brasil llegaba a su fin la primera ronda eliminatoria cuando me notificaron que, debido a la posibilidad de un bloqueo arterial, tenía que someterme, a la brevedad posible, a un procedimiento de “cateterismo cardiaco”. Un examen que, de ser necesario, podía derivar en la colocación de un stent.
No caen del cielo los bloqueos arteriales. Son el producto de una historia de negligencias y es poco lo que se puede hacer cuando dicen “presente” en un informe de laboratorio. Esta vez, a diferencia de la rehabilitación de mi pierna, de poca inspiración podían servirme la “garra charrúa” de los uruguayos o la voluntad de triunfo del “tri” de Memo Ochoa en esa bendita noche frente a Brasil. Es decir, inútil era un tardío acto heroico ante las evidencias de un largo rosario de dejadez. Fue como si me hubieran quitado la pelota en el momento de entrar a jugar mis propios “octavos de final”.
Un frío quirófano en un hospital de New Jersey era mi “Maracaná” en esta ocasión. Y tan solo 15 minutos requeriría el cirujano para determinar si, de ahí en adelante, necesitaría una minúscula prótesis para seguir adelante con mi ajetreada vida periodística. Me enteré, en ese momento, que estaría consciente durante el procedimiento, que podría seguir –también frente a una pantalla– el viaje del dichoso catéter a través de mi arteria femoral.
Blanca Rosa Vilchez, grabación de cauterización, 9:00 a.m. Todo listo para comenzar: la pelota al centro del campo y se iniciaba el partido para mí. Podía ver, efectivamente, el recorrido del catéter a través de mi cuerpo. ¿Lograría controlar la excitación que me desbordaba? Trataba de controlar mis nervios buscando interpretar la conversación de los especialistas. ¿Necesitaba o no el bendito catéter? ¿Pasaba o no a la ronda siguiente? Una pregunta que me habían hecho en el cuestionario de admisión irrumpió en mi mente en algún momento: ¿Tiene usted un testamento? ¿Ha traído una copia? En eso estaba cuando me pareció escuchar que no necesitaba un solo catéter sino dos. Estoy peor que la selección española, me dije para relajarme. Tal vez fue lo que funcionó en mi mente pero no en mi corazón que entró en desbocada aceleración.
Entre los inquietantes beeps de las máquinas a las que estaba conectada, creí ver en la pantalla los efectos de mi desdén por mi propio cuerpo. Décadas de culpa concentradas en un segundo, una especie de adelanto del juicio final. “Éste es tu último partido” me dije, antes de optar por cerrar los ojos, pensando en mi esposo que esperaba afuera y en mi hija que acaba de terminar su primer año en la universidad y cuya graduación habría de perderme. Con una merecida tarjeta roja terminaba, en mi imaginación, el ardoroso partido de mi vida.
9:15 a.m. decía el reloj cuando retorné a la calma. “¿Y cuántos tuvieron que ponerme?”, fue lo único que atiné a preguntar al abrir los ojos. “Estas limpia, baby, y tus arterias, claras como el día allá afuera; no fue necesario ponerte nada”, me respondió el simpático enfermero que comenzaba a desconectarme de la maquinaria. Fue indescriptible, por cierto, el alivio que invadió. Un alivio, no obstante, marcado por un profundo sentimiento de responsabilidad.
Acaso escribo estas líneas porque no quiero olvidar ese agitado minuto de culpa, taquicardia y confusión. Porque tampoco quiero olvidar todo lo que me he dicho en las últimas 48 horas sobre lo mucho que, en su momento, hubiera podido hacer por mi salud y que opté por no hacer. Como si de la visión de mí misma, desde mis arterias, viniese un mensaje imposible de obviar. O, más bien, una advertencia sobre las consecuencias de mi descuido con este cuerpo prestado que hace posible la existencia.
Para volver a mi mundial, había sido yo como esos equipos que califican por default, que dependen de resultados ajenos para pasar a los octavos de final. Un equipo, en suma, que no vive de pelear sus partidos, de anotar sus propios goles. Definitivamente, ése no será el tipo de mundial que quiero jugar a partir de ahora. Me queda cristalinamente claro que el partido por mi vida, comienza hoy y no termina nunca, si es que quiero seguir viendo más mundiales