La democratización chicha
La democratización chicha
El autoritarismo fujimorista no terminó en el 2000. Ni Paniagua, ni Toledo, ni García lograron desmontar efectivamente algunos ejes perversos del régimen autoritario de la década de 1990. Por más reformas constitucionales, descentralización, ‘participacionitis’, planes anticorrupción, etcétera, el legado autoritario del fujimorismo está latente todos los días. Las crisis de gobernabilidad que afronta ahora el Gobierno es precisamente el producto de la herencia de una democratización trunca, que no progresó por la ausencia de voluntad de los líderes y por la falta de capacidad.
Por un lado tenemos a un Perú post-SIN, donde el espionaje telefónico y la asesoría “de inteligencia” se han privatizado (¿se ha puesto a pensar qué ha sido de tanto equipo de ‘chuponeo’ y escáners?), y continúan siendo los que le hablan al oído no solo a los principales políticos, sino también a empresarios mineros y petroleros y a alcaldes de medio pelo. Si en Palacio de Gobierno se creyeron el cuento de la conspiración internacional y de la “amenaza bolivariana”, es en parte por la vigencia del asesor ‘chuponeador’, émulo y seguidor de Montesinos, formado a su imagen y cuenta bancaria. Se sigue creyendo en la “habilidad” de estos conspiradores oscuros. Preparémonos para ver a J. J. Rendón rondando por acá el próximo verano.
Por otro lado tenemos al Perú de los conflictos después del Conflicto. A esa postergación social permanente, que con tanto “El Perú Avanza” en realidad se posterga más. Y la desigualdad se convierte en ‘Baguazos’, ‘Moqueguazos’, ‘Arequipazos’ y los que faltan por venir. Porque lo que hemos visto en los últimos diez años es el legado del autoritarismo sin clientelismo, de los reclamos históricos y cotidianos que, sin partidos, se complejizan más. Porque los gobernantes siguen interpretando la represión como la solución “eficiente” y fácil, haciéndose de la vista gorda con el número de muertos producidos por esta conflictividad social nuestra de cada día.
Y la desigualdad se convierte en ‘Baguazos’, ‘Moqueguazos’, ‘Arequipazos’ y los que faltan por venir. Porque lo que hemos visto en los últimos diez años es el legado del autoritarismo sin clientelismo, de los reclamos históricos y cotidianos que, sin partidos, se complejizan más.
Durante la primera década del siglo XXI hemos sido testigos de una apertura democrática a medias, una “democratización chicha”, ya que no ha impedido que persistan vigentes los legados autoritarios que conforme pasa el tiempo se evidencian con mayor nitidez. Por lo tanto, no hay ninguna regresión ni retrocesos, sino que la promesa democrática del final del fujimorismo sigue siendo casi tan lejana como ahora. La paranoia “caviar” hace interpretar este fenómeno como algo “nuevo”: como una articulación orquestada entre apristas, fujimoristas, conservadores, militares, el Opus, Kouri, Montesinos, “prensa vendida”, etcétera; cuando en realidad muy poco ha cambiado.
Si se sigue creyendo que la modificación de uno u otro artículo en una ley o si la firma de compromisos y actas (desde el Acuerdo Nacional hasta la necesaria para el desbloqueo de una carretera) son suficientes para construir democracia en el país, estamos siendo conformistas con nuestras convicciones. Ni las reformas democratizadoras de Paniagua y Toledo fueron lo suficientemente serias (o no vinieron acompañadas de medidas concretas), ni las “amenazas” conservadoras son lo suficientemente articuladas para tomar el “control del país”. Dejemos ya de echarles la culpa de nuestros fracasos políticos a los fantasmas de nuestros miedos. Los problemas de fondo del país pasan por encima de las “buenas” intenciones cívicas y de las “perversas” ambiciones conservadoras. Mientras, seguiremos probando de esta “democratización chicha”, un híbrido permanente de aperturas democráticas a medias y de legados autoritarios que no desaparecen.