La destrucción de la memoria y el “ideal” de una sociedad lobotomizada

La destrucción de la memoria y el “ideal” de una sociedad lobotomizada

Alfredo Pita Escritor
Ideele Revista Nº 255

(Foto: Christian Reynoso)

Me llamó la atención, hace unos meses, enterarme de que en el Perú un escritor promovía una campaña “contra la memoria”. Me pregunté si esta persona sabía lo que hacía, pues su empeño, de tener efectos, no era sino una reiteración, en un país que es terreno fértil, desde siempre, para ese trabajo de vaciamiento de contenidos y de conciencia histórica y social que ahora promueve con denuedo la ideología neoliberal.

En efecto, en el Perú, desde siempre, la memoria ha sido atacada, adormecida, saboteada y tergiversada. Si hay una sociedad curada contra la memoria y de por sí amnésica es la nuestra, por lo que la propuesta del cándido activista no podía ser más peregrina, por no decir maliciosa.

El drama no es peruano, en toda sociedad la memoria es un terreno de disputa, e incluso de batalla, puesto que se trata, nada menos, que de ese cemento invisible e inasible, pero concreto y sólido, que crea y consolida la autopercepción individual y colectiva, la identidad, eso que somos o creemos que somos como entidad humana solitaria o plural.

De ahí que tan fácilmente la memoria se convierta en un arma cultural y política sobre la que los grupos hegemónicos, o los que buscan la dominación, intentan tener el control. No tenerlo implica que una sociedad, o grandes porciones de ella, pueden ponerse a pensar por su cuenta y atentar contra los intereses del grupo dominante. La memoria debe estar, por lo tanto, bajo vigilancia y orientada adecuadamente.

En el Perú, las fuerzas que combaten la memoria siempre lo han hecho desde posiciones de ventaja, desde la institucionalidad del Estado, desde el tinglado religioso-pedagógico de la Iglesia, desde el aparato educativo y, obviamente, desde los medios masivos de comunicación.

En este terreno, mi generación llegó a ver los efectos grotescos de la vieja cultura colonial filtrada en el imaginario colectivo, en la evocación de nuestros orígenes. La celebración del Día del Indio nos instalaba en ese limbo de la inconciencia histórica que colgaba entre la gloria gaseosa del Imperio Incaico y la contundencia del Descubrimiento de América.

No sabíamos de qué debíamos estar más orgullosos, de haber tenido a Pachacutec entre nuestros antepasados o de haber sido descubiertos por Cristóbal Colón. La presencia por décadas de la estatua de Pizarro al lado del Palacio de Gobierno expresaba bien nuestra confusión, en la que se instalaba perfectamente el racismo entrecruzado que nos aqueja, cuya peor manifestación es la no aceptación de lo que somos.

Estos son los efectos del control de la memoria en el plano histórico en una sociedad como la nuestra, que los sufre también en el plano político, en el marco del ejercicio de la ciudadanía. Con facilidad caemos en sorprendentes amnesias y letargos cerebrales colectivos. Cómo explicarse si no que buena parte de la juventud peruana ignore hoy cómo era el país hace treinta o cuarenta años.

La distorsionada imagen del conflicto armado de los años 80 y 90, que costó la vida a más de 70.000 peruanos, en su mayoría civiles de cultura quechua, no sólo es una ración más de la vieja purga de olvido y engaño que siempre se nos ha administrado, sino que al situarnos en la inconciencia histórica nos pone en riesgo de que la tragedia se repita.

Al respecto es muy ilustrativa la reiterada destrucción del monumento El ojo que llora, o la ardua creación del Museo de la Memoria, como se llamó en sus comienzos el proyecto. Luego pasó a llamarse Casa de la Memoria, ahora es sólo Lugar de la Memoria. Lo concreto es que es un proyecto rechazado, combatido por quienes quieren que no recordemos, o que nos instalemos en el olvido o en el odio irreflexivo.

No hablemos ya de otros efectos de la memoria deletérea que nos imponen los instrumentos de formateo de consciencia de que disponen los poderes institucionales y fácticos. No hablemos, por ejemplo, de lo reciente y de lo obvio, de la forma como nuestra sociedad anestesiada elige y reelige a sus autoridades entre los políticos que se han comportado en forma más corrupta y deleznable.

Estamos inermes frente al presente y al futuro, porque el pasado no lo conocemos y no es materia de nuestra reflexión. Han operado nuestro cerebro colectivo y nos han dejado lobotomizados. Actuamos en apariencia normalmente, pero no tenemos reflejos intelectuales básicos. Han secuestrado nuestra memoria, nuestra conciencia y nuestra ética. Han colocado a nuestra sociedad en una virtual situación de enajenación colectiva, lisiada para la modernidad.

Esto ha sido obra de nuestras élites, que no siempre han tenido grandes luces, pero sí la inteligencia para hacer perdurar por siglos taras postcoloniales, para anular, o postergar, o al menos distorsionar, toda reclamación de derechos de las grandes mayorías. Y esto lo han logrado, sobre todo en las últimas décadas con instrumentos de modelación del imaginario colectivo: la prensa, la radio y la televisión basura, y sobre todo la educación y el aparato cultural derruidos y negados.

En el Perú, desde siempre, la memoria ha sido atacada, adormecida, saboteada y tergiversada. Si hay una sociedad curada contra la memoria y de por sí amnésica es la nuestra

Frente a este panorama siniestro los peruanos hemos tenido, a lo largo del siglo XX, una trinchera precaria y a la vez sólida, por los efectos proliferantes de su acción: la literatura, el trabajo de antídoto a la destrucción de la memoria realizado por nuestros escritores, en particular por nuestros narradores. Gracias a ella la batalla por la autopercepción y la lucidez no la hemos perdido del todo.

Esta es posiblemente la explicación del vigor de nuestra poderosa narrativa realista. Nuestros escritores han debido sumar a su compromiso artístico la dura tarea de ser oráculos de la memoria, testigos de la vida, agentes de la conciencia y la reflexión social. Esta condición, que incomoda a algunos, ha sido de una utilidad social evidente y bienvenida, en la medida en que nuestros escritores no han abdicado su calidad artística.

Obviamente, la literatura peruana no se agota en su veta realista ni en los grandes frescos sociales. Así, en los últimos tiempos, tenemos una cosecha de libros que se inscriben en la llamada “literatura del yo”, una manifestación tardía, entre nosotros, de la “autoficción” que desde hace veinte años “anemiza” a la literatura francesa. En nuestro ámbito, sin embargo, los recientes títulos que han aparecido, exploran la memoria individual y familiar en medio de tiempos de gran conflicto, y contribuyen así a la exploración colectiva, al gran espejo caleidoscópico que necesita para mirarse nuestra sociedad sin identidad.

En este marco, y para volver a lo que me inquietaba al comienzo de esta reflexión, no llego a discernir lo que se proponen quienes abogan por campañas contra la memoria, y sobre todo desde el terreno de la literatura. Me es difícil concebir que un escritor se proponga como un agente para perfeccionar el “ideal” de la sociedad lobotomizada que ya nos han impuesto, y que, hasta ahora, nuestros narradores y poetas han resistido y combat¡do con obras extraordinarias, algunas de las cuales rayan en la genialidad. Los guiños del sistema y del mercado triunfante no deben alejar a los artistas y a los creadores de su fidelidad esencial, que debe ser el respeto por su obra y por sí mismos.

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