La estrategia es el mensaje
La estrategia es el mensaje
Entre las carencias de nuestros políticos, destaca la ausencia de competencias de comunicación. Esto no se soluciona con buenos asesores ni con recursos para realizar campañas millonarias. Tampoco se trata de contar con infalibles titiriteros que gestionen las redes sociales. Para cantar no basta un potente equipo de amplificación, lo fundamental es que el intérprete tenga un buen tema musical.
Cuando digo competencias de comunicación me refiero a capacidades para desarrollar narrativas que expresen una visión clara y, con ella, un conjunto de atractivas metas cotidianas. Asimismo, un buen comunicador trabaja duro para encontrar aquel tono de comunicación que produzca una conexión real con la gente, principalmente con aquella que se busca representar.
Este es el abecé comunicacional que no se cumple regularmente en la política nacional. Los políticos subsisten porque a la gente solo le queda votar por el mal menor debido a la pobreza de la oferta política. Luego, los gobernados toleran a la autoridad de turno porque no les queda otra.
No hay mensaje sin propuesta
Ciertamente, lo que le da sentido a estas competencias comunicacionales es un programa político. No puede haber discurso que inspire -y oriente- si se carecen de ideas claras sobre la situación que se enfrenta y sobre las soluciones que se proponen. En eso el ejercicio de la política no ha cambiado mucho a pesar de las sucesivas revoluciones tecnológicas en el mundo. Un buen político, es decir, un buen comunicador político, debe expresar su propuesta programática en un vulgar párrafo, prescindiendo de la jerga doctrinaria o académica. Un buen político le habla a todos.
Entre nosotros abundan los políticos que sólo se dirigen a su capilla. Hablan para los suyos repitiendo la misma prédica. Y creen que los temas que le interesan a la ciudadanía son los mismos que agitan sus opositores y los editorialistas de los medios de prensa. Por eso los protagonistas de nuestra clase política suelen enredarse solitos, alejándose de esas preocupaciones colectivas que no siempre están expresadas en las encuestas. Solo quienes escuchan al pueblo pueden postular a la conexión con el pueblo. Pero esos se cuentan con los dedos de la mano.
Cuatro ejemplos últimos
Una de las virtudes del gobierno de transición de Valentín Paniagua fue, precisamente, definir con humilde claridad sus objetivos ante la ciudadanía: realizar elecciones limpias, reactivar al país e iniciar los procesos de justicia contra los corruptos y los violadores de derechos humanos. Se hicieron más cosas pero el Gobierno nunca se salió del guión ofrecido. En ese momento era lo mínimo que esperaba la opinión pública. Nueve meses después, la promesa se cumplió con distinción.
Alberto Fujimori, durante los años noventa, también definió claramente su mensaje. Lo suyo era derrotar al terrorismo y la hiperinflación. Su mensaje no era reformista ni mucho menos. Lo suyo no era transformar al Estado ni liberalizar la economía, esos eran medios que respondían a la expectativa popular: que el Gobierno (me) reconozca (mis) demandas básicas y, por fin, las atienda. Y es por esa promesa cumplida que sus seguidores aún lo extrañan y hasta le perdonan la podredumbre de su paso por el sillón presidencial.
Castañeda, durante sus primeras gestiones, también tenía un mensaje unívoco. Se enfocó en realizar grandes (y pequeñas) obras de infraestructura, desde viaductos o pasos a desnivel hasta escaleras en los cerros más difíciles de la ciudad. No solía declarar a menos que se tratara de dichos proyectos. Se lo veía en las mañanas en transmisiones de televisión en vivo, con el casco puesto, mostrando avances o inauguraciones. También lo entrevistaban ocasionalmente en sus oficinas de la Municipalidad Metropolitana , siempre al lado de una maqueta arquitectónica. Su símbolo era una hormiga vestida de obrera. Su eslogan constaba de una sola palabra: “construyendo”. En su caso, la redundancia era una virtud. Ya en su tercer periodo ese mensaje se desdibujó porque Lima tenía desafíos más complejos y, además, su capacidad gerencial disminuyó de forma significativa. Llegó tarde, mal o nunca.
Al Gobierno le falta una narrativa básica, elemental, cristalina. Es decir, le falta evidenciar con claridad su estrategia, si es que la tiene.
Otro buen ejemplo fue Alberto Andrade. Solo hay que recordar cuál fue su promesa y cuál el resultado. Sin embargo, hizo mucho más que combatir la informalidad y el desorden urbano desde la alcaldía metropolitana. Por ejemplo, su gestión en cultura marcó un alto estándar que las siguientes administraciones nunca pudieron alcanzar. Pero en la aprobación ciudadana queda la memoria de un alcalde firme y optimista, que no temió ordenar una casa en abandono.
Un caso por construir
Cuando pregunto en la calle, “¿cuáles son las banderas del gobierno de Martín Vizcarra?”, me encuentro con rostros desconcertados. La mayoría no puede reconocer siquiera una idea fuerza que venga desde el Gobierno. Y algunos afirman con timidez que, tal vez, sea la lucha contra la corrupción. Sin embargo, lo que sabemos es que la ciudadanía celebra que el Gobierno le pegue a los desprestigiados políticos y que esa celebración es catártica. Lamentablemente, pegarle a la piñata no tiene contenido programático. La gente no entiende mucho sobre el sentido de las reformas políticas en debate y, menos aún, sobre las reformas del sistema de justicia. El de Vizcarra, es un gobierno dos veces improvisado.
Contar con un mensaje claro trae varias ventajas: i) propone una agenda y obliga a los actores políticos a debatir a partir de ella, ii) permite rendir cuentas acerca de los avances y logros de la gestión gubernamental y, entonces, iii) sitúa a la ciudadanía mentalmente, lo que le permitiría dosificar sus expectativas y demandas.
No contar con un mensaje claro trae varias dificultades: i) todos los esfuerzos del gobierno se perciben dispersos y se posiciona una imagen carente de liderazgo, ii) los líderes de opinión tienen cancha para proponer -o imponer- temas multiplicando la lista de pendientes, y iii) las grandes iniciativas gubernamentales se diluyen en esta dispersión atentando decididamente contra la acumulación de capital político.
¿Estarán en el Gobierno pensando sobre estas cosas?
El mensaje de fiestas patrias
Los comunicadores solemos deprimirnos cuando escuchamos el mensaje presidencial de Fiestas Patrias. Suele ser una interminable sucesión de menciones y cifras que nadie retiene. Solo sirve para que los voceros y los analistas políticos debatan entre ellos las siguientes 48 horas, alejándose aún más de los ciudadanos. Pero podría ser la oportunidad de encontrarse con el pueblo, respondiendo persuasivamente a sus demandas y rindiendo cuentas sobre sus esfuerzos para satisfacerlas. Eso hace el buen gobierno.
El gran desafío de una gestión presidencial sin oposición como la de Martín Vizcarra es seguir pateando la pelota para que todos vayan detrás de ella. Así lo hizo en las fiestas patrias anteriores y arrolló al desprestigiado Congreso. Así lo volvió a hacer hace unas semanas con el pedido de confianza. Pero esas impresionantes audacias políticas no sumaron al crédito político ni al posicionamiento programático del Ejecutivo. Las evidencias se pueden leer con calma en las encuestas de opinión pública.
Al Gobierno le falta una narrativa básica, elemental, cristalina. Es decir, le falta evidenciar con claridad su estrategia, si es que la tiene. Y con eso le falta casi todo. Aunque nunca es tarde: dos años de transición bien enfocados pueden dejar una huella más profunda que los nueves meses de aquella modesta transición democrática. La gente desconfía pero quiere creer. La gente está desconectada pero espera ser atendida. Reconocer que al gobierno le faltan recursos políticos (organización, bancada, etc.) no reporta ninguna limitación pues el resto de actores políticos está de bajada. Así que la oportunidad está, una vez más, servida.