La experiencia (in)migrante en el Perú

La experiencia (in)migrante en el Perú

José Ragas Instituto de Historia - Pontificia Universidad Católica de Chile
Ideele Revista Nº 282

Foto: Gestión.

Mientras escribo, la llegada de ciudadanos venezolanos a suelo peruano ha sobrepasado largamente cualquier otro tipo de inmigración ocurrida desde la Independencia. Aún cuando las cifras suelen ser de por sí esquivas, El País señala tentativamente que al menos cuatrocientos mil venezolanos estarían en suelo peruano, y que este número podría variar dependiendo de si las condiciones en el país de origen siguen deteriorándose como lo han hecho hasta ahora.

Pero lo que más debería llamar la atención es la urgencia por ver el panorama completo de este desplazamiento: si Perú está recibiendo una cantidad como la señalada anteriormente, los demás países de la región también se encuentran lidiando con esta crisis migratoria, que según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), se habría incrementado en 900% entre 2015 y 2017. En Chile, donde radico, la presencia venezolana es ya notoria: no solo en las entidades donde se regulariza la documentación y los permisos de estadía sino en las calles y la vida cotidiana. Uno los encuentra, junto a los haitianos, en pequeños negocios, atendiendo mesas o introduciendo nuevos sabores al paladar local, como las arepas. La inserción, sea aquí en Chile o en cualquier otro lugar, no ha sido sencilla, y a menudo deben lidiar con actitudes que van desde la tibia bienvenida hasta el abierto rechazo. En Perú esto es cosa de todos los días en las redes, mientras que desde la localidad fronteriza de Paracaima, en Brasil, llegan noticias de que los venezolanos han sido expulsados y sus precarios campamentos reducidos a cenizas.

Para un país como Perú, en el cual la movilidad espacial es un factor estructural de nuestra historia y nuestro presente, no deja de sorprender la virulencia con el que los usuarios de redes han caracterizado el fenómeno migratorio venezolano, ya sea compartiendo información falsa, dando rienda suelta a una serie de comentarios xenófobos o incluso buscando aprovechar políticamente esta coyuntura, con la anuencia de los medios y de la clase política (y el silencio de quienes como investigadores debimos haber intervenido más en este debate). Quizás uno de los aspectos más paradójicos es que se ha considerado la migración venezolana como si fuese un fenómeno que solo ha ocurrido en Perú o como si este fuera inusual para el país. Nada de esto es cierto, y para ello es necesario entender la migración como un fenómeno complejo y global, que es el resultado de cientos de miles de historias personales y no algo abstracto. Asimismo, es importante insertar el caso peruano dentro de las olas migratorias de por lo menos los últimos ciento cincuenta años.

Lo primero que necesitamos entender es que los venezolanos no están llegando a Perú por algo parecido al “Peruvian Dream”. Somos más bien los peruanos los que hemos aprovechado la bonanza económica de otros países (Estados Unidos, Italia, España, Japón y la misma Venezuela durante el “boom” petrolero) antes que ser un espacio atractivo para comunidades foráneas. Incluso durante la época del guano, el principal movimiento migratorio provino de la sierra y no del exterior. (Los chinos que llegaron masivamente por esos años lo hicieron como peones antes que como trabajadores libres) Los venezolanos, al igual que los sirio-libaneses que llegaron a América Latina hacia el 2016, lo hacen porque están huyendo. Es posible que algunos se queden y echen raíces mientras otros prosigan su marcha a otros países si no consiguen posibilidades mínimas de supervivencia. Es mejor, entonces, referirnos a ellos como exiliados o refugiados, antes que inmigrantes. Y estos términos en sí deberían bastar para reflejar su desesperación, posiblemente similar a la de la generación que huyó del país en los 80s, cercada por el terrorismo y la hiperinflación aprista.

Lo cierto es que Perú es un país de inmigrantes muy a pesar suyo. Aún cuando Lima en el siglo XIX exhibía una diversidad social y cultural que nada tenía que envidiar a Nueva York o a cualquier otra metrópolis, la sociedad peruana ha sido marcadamente conservadora y poco abierta a integrar elementos foráneos como parte de lo suyo. El peso abrumador de la religión desincentivó a algunos inmigrantes, el lenguaje a otros. Con excepción de la comida china, la gastronomía local tampoco dio muestras de acoger sabores distintos, cerrando con ello la posibilidad de inserción a los recién llegados, y privando a los residentes –es decir, a nosotros– de una mayor variedad (y por ende tolerancia). Quizás el momento cumbre en el que las diversas comunidades que conformaban el Perú pudieron hacer un despliegue público de su identidad fue durante el Centenario de la Independencia en 1921, cuando cada una de estas hizo un obsequio a la capital. Al menos por un breve tiempo, Lima fue efectivamente una ciudad multicultural y orgullosa de exhibir dicho legado.

Por todo ello, las miles de personas que vinieron en algún momento en busca de “El Sueño Peruano” (solo por ponerle un nombre) constituyen un mosaico rico y complejo de experiencias exitosas y otras también dolorosas, de las cuales se sabe poco y es necesario conocer más. Una lista muy ajustada debería incluir no solo la actual migración venezolana, sino otros grupos como los sirio-libaneses, los haitianos escapando de la crisis política y del terremoto que destruyó la isla hace una década, los cubanos que buscaron asilo a través de la embajada peruana en La Habana en 1980, los chilenos que huyeron de la dictadura luego del golpe contra Allende o –más lejanos en el tiempo– los exiliados políticos latinoamericanos de las fallidas revoluciones liberales de 1848. Y todo ello sin contar a otros recién llegados, que de manera más silenciosa, se instalan en alguna parte del país y tejen nuevos lazos.

La forma en la que estamos procesando los procesos migratorios a suelo peruano no es la más adecuada. Para ser un país con una rica tradición inmigrante, tanto de quienes han llegado como de compatriotas que tuvieron que salir y radicar fuera, de manera voluntaria o empujados por las circunstancias, nuestra reacción hacia los refugiados venezolanos pudo (y debió) haber sido mucho mejor.

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