Las violaciones sexuales: un desafío pendiente que amenaza a nuestros niños, niñas y adolescentes
Las violaciones sexuales: un desafío pendiente que amenaza a nuestros niños, niñas y adolescentes
Las estadísticas: Las cifras que matan silenciosamente
A pesar de que la violencia sexual en contra de los niños, niñas y adolescentes es universal, no todos los países vienen enfrentando este terrible flagelo de forma consistente. El Perú no es la excepción y aunque hay avances sustantivos en materia penal, el control es tan pobre que, en términos numéricos -particularmente para las niñas-, podría ser comparable con el índice de desnutrición crónica en menores de 5 años que teníamos en el 2010 (ENDES, 2017).
Si bien es cierto que en los últimos 15 años las denuncias por este delito se han incrementado, nada asegura que ello esté operando como un disuasivo. Sin embargo, nos está permitiendo alcanzar un mayor conocimiento de una realidad poco estudiada. De lo poco que se sabe y es consenso, podemos decir que las víctimas de violación sexual: a) tienen rostro de mujer: 9 de 10, son mujeres; b) son muy jóvenes: 70% es menor de 18 años, 25% tiene entre 10 y 13 años y 45%, entre 14 y 17 años y; c) son atacadas por personas de su entorno: en el 25% de los casos, mantenían algún tipo de “relación directa” con el perpetrador (PROMSEX, 2011).
Lo más visible de este fenómeno es que una de cada tres adolescentes tiene un inicio sexual forzado (OPS, 2005) y que, en la actualidad, más de 1500 niñas menores de 14 años tiene hijos (RENIEC, 2016). Cabe precisar que el embarazo en adolescentes es uno de los indicadores que no se ha modificado en los últimos 30 años y esta realidad no solo está presente en las zonas rurales, sino también en las zonas periurbanas de Lima.
Las causas que explican pero que no justifican
Hay quienes prefieren ver a la violación sexual como un conjunto de hechos aislados y como resultado de la insania mental del atacante, lo que limita su comprensión como un problema público de inseguridad y de salud pública. Por tal razón, marcos explicativos basados en el enfoque de género no solo son más comprehensivos, sino que también permiten una visión más amplia de la política pública, integrada en un modelo ecológico que vincula factores individuales, familiares, comunitarios y estructurales.
Desde esta perspectiva, la violación sexual es una violencia de género ejercida dentro de un sistema de poder, de orden patriarcal, donde hombres y mujeres son socializados de manera distinta, fortalecida por un sistema normativo que admite como válidos (o “naturales”) roles rígidos y mecanismos autoritarios que vulneran principalmente a las mujeres, a las niñas, niños y adolescentes y a todas las personas que no responden a determinados estereotipos. El real alcance de esta estructura no se limita a la “calidad de relaciones interpersonales entre hombres y mujeres, entre niños/as y adultos/as”. También afecta de manera determinante el acceso a los servicios y a la disponibilidad de los recursos, lo que genera permisividad y alta tolerancia hacia el abuso sexual.
Los perpetradores: Quiénes son y cómo actúan
Aunque los estudios sobre perpetradores no abundan y hay quienes señalan que ser hombre predispone la condición de perpetrador, se sabe que los abusadores suelen tener alguna relación con la víctima (76%). En el 33% de los casos se trataba del padrastro, mientras que en el 30%, del encargado de su cuidado (PROMSEX, 2011). Los victimarios duplican o triplican la edad de sus víctimas, conviven con ellas o lo que es peor, son los responsables de su cuidado. La mayoría de los ataques queda impune: según datos de la OMS, a nivel global solo el 5% de los casos son denunciados.
Quienes han analizado desde la perspectiva de los perpetradores establecen cuatro condiciones para estos incurran en una violación: i) la existencia de un autor motivado para el abuso infantil, ii) su habilidad para superar sus inhibiciones internas, iii) su habilidad para superar a los/as cuidadores/as y iv) su habilidad para superar la resistencia de las víctimas (Finkelhor, 1984).
Los impactos: no son huellas, son marcas que destrozan
Esta probablemente es el área mejor documentada. Entre los daños físicos visibles (y menos comunes), están las desgarraduras perianales, las infecciones de transmisión sexual y el embarazo infantil. En la salud mental, existe un mayor índice de depresión, formas distintas y poco eficaces de procesamiento de información y mal manejo del estrés, que ahonda el estado de indefensión. Los impactos redundan de diversas maneras: bajo rendimiento escolar, bajo nivel de concentración, conductas autodestructivas, consumo de sustancias prohibidas, dependencia a relaciones nocivas, entre otras.
Las políticas públicas: una agenda todavía en espera
Durante los últimos años se ha puesto énfasis en la denuncia, a través de la creación y activación de una red de servicios como los Centros de Emergencia Mujer, las DEMUNAS o las comisarías, cuyo aporte se refleja en las cifras. Sin embargo, la baja calidad de estos servicios de soporte para las víctimas termina revictimizándolas (MIMPV UNICEF, 2016). Lamentablemente, muchas de las instituciones formales encargadas de la protección carecen de condiciones para integrar las redes sociales de los niños (familia, comunidad) y su poca efectividad afecta la confianza. La peor consecuencia de esta situación es que la violencia se naturaliza, se instala y se tolera al interior de las entidades que deberían estar enfocadas en su erradicación.
En tal sentido, lo que hasta ahora muestran las evidencias -y que desafortunadamente no se refleja en términos de políticas-, son aquellas estrategias enfocadas en generar espacios domésticos libres de violencia sexual e instituciones que no la toleren, ni que convivan con la misma. Sobre este aspecto, la Ley contra la Violencia Familiar y Sexual no ayuda mucho en su priorización, dado que incluye a todos los integrantes de la familia, desdibujando las intervenciones orientadas a reducir la violencia basada en género.
Un segundo problema es la persistencia de la verticalidad de los programas y servicios, cuya lógica es muy difícil de desestructurar y la baja influencia que tienen los gobiernos distritales para fomentar su articulación, pues la mayoría de las autoridades locales, no se sienten parte de este proceso, ni se han desarrollado competencias para hacerlo, aunque la propia ley así lo ordena.
A esto se añade los mecanismos de planificación del presupuesto publico, no solo muy acotada a la atención de ciertos daños y su escaso avance en lo preventivo, así como los pocos logros que dan cuenta de la transversalización del enfoque de género en las cadenas de financiamiento público.
Un hecho que agudizado la precariedad descrita, es la presencia de ciertos grupos religiosos ultraconservadores (#ConMisHijosNoTeMetas), con gran influencia en ciertas estructuras de poder, quienes vienen tratando de eliminar de la curricula escolar toda mención al género y a la educación sexual, asi como el impulso de ciertos proyectos de ley para eliminar este enfoque de las políticas públicas, que de lograrlo, sería un retroceso inédito, no solo en la vida de las mujeres, sino, en la agenda de la igualdad, cuyo efecto sería perennizar a la violación sexual como una incidencia esperable en la vida de los niños, niñas y adolescentes de nuestro país.