Sobre Kukuli y Atacada: la traición al ideal
Sobre Kukuli y Atacada: la traición al ideal
Hace poco vi Guerra ou Paz, un documental del portugués RuiSimões, uno de los últimos documentalistas militantes a la vieja usanza, que fue testigo y actor de los hechos antes, durante y después de la llamada Revolución de los Claveles, a mediados de la década del setenta del siglo pasado. En este documental, Simões recoge testimonios de una generación de poetas, políticos, artistas que vivían en Lisboa, y que aportaron a la caída de la dictadura y al derrumbe del colonialismo en Angola, Guinea Bisáu y Cabo Verde. Pese al tono nostálgico y celebratorio de los logros de esta generación dolida, dentro de un discurso contundente contra el racismo, el autoritarismo y el imperialismo colonial, el propósito de Simões sucumbe ante un pequeño detalle.
En una escena, casi al final, se realiza una entrevista en una playa a un escritor exiliado en alguna excolonia, en Mozambique quizás, quien narra su ideal de enmendar simbólicamente el daño colonial, y de ser parte de la construcción de un nuevo país. Mientras oímos su testimonio, la cámara intenta huir de unos chiquillos que juegan fútbol en la playa, y que simplemente se percatan de la grabación y por la atracción de sentirse filmados entran en el plano a la fuerza. La irrupción de estos adolescentes y niños africanos parece molestar al camarógrafo, quien aplica un severo zoom, arrojando a estos intrusos del plano donde un portugués habla de la inclusión y la vida en democracia. Solo queda el rostro del entrevistado en primer plano. Los niños angoleños quedaron fuera de la realidad tejida a lo largo de las dos horas de metraje, como en la Lisboa pre revolución.
Este ejemplo me permite ilustrar un tipo de traición al ideal que el cineasta muchas veces no reconoce, que está oculto, que escapa a su intención y que aparece en el film como si se tratara de un duende maléfico, travieso, que trastoca todo un discurso, y que como en la película de Simões, termina dando un giro insospechado, revelándose sin querer contra el autor. Y sobre todo pasa en films con una marcada propuesta militante o “ideológica”, es decir, de aquellas ficciones o no, que intentan claramente trastocar un sentido común, o dar fe a rajatabla de una convicción.
Y el cine peruano no ha estado exento de estas contradicciones discursivas, del querer hacer una cosa y terminar plasmando otra vía diferente de interpretación, y que en otros casos también se debe al desgaste del tiempo, al cambio de las tendencias que primaron al hacer el filme, o a factores mismos de la producción que no permitieron un mejor “acabado” del film. Menciono dos casos.
Kukuli (1961), dirigida por Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama y César Villanueva, hijos de la llamada Escuela del Cusco, es una película que claramente tiene un alma “telúrica” y que muestra una figura reivindicativa de la cultura andina a través del mito y de algunos preceptos del Indigenismo. Es la historia de una pastora que decide abandonar el hogar paterno e irse sola a la fiesta de la Mamacha Carmen llevando unos regalos para unos familiares. En la ruta conoce a Alako, un joven con el cual empieza a convivir y a emprender un camino juntos. Pero en este viaje de descenso, de la montaña al valle, Kukuli es raptada por un ukuku, un danzante encapuchado, quien la lleva a una cueva para poseerla. Pero llega el cura del pueblo con un séquito de indignados, quienes masacran al ser extraño. Es así como el mito del Juan, el oso se muestra como parte de un proceso de apropiación, en una versión que mezcla el quechua con el español más castizo, y que en su puesta en escena evoca la contundencia expresiva del cine soviético.
Kukuli está marcada por cierto lirismo, afectación y confianza en las posibilidades del mito para identificar aquello que enaltece y hace única a la cultura andina. Por un lado se trata de componer una visión positiva, que afirma los valores de una cultura de pasado glorioso, marcada por la belleza del paisaje y cierto panteísmo, y que afirma la identidad de todos los habitantes de los Andes, en la sonoridad misma del quechua, en las vestimentas, en los modos de la celebración. Por ello el film se ambienta en la fiesta de Paucartambo, no solo porque hay una necesidad argumental, sino porque aparece como ejemplo de eso que se desea resaltar: la vida festiva y comunitaria, el carnaval en medio del rito religioso, ese cruce de lo mágico y lo real bajo el resguardo de los apus. Pero ¿es así?
Para empezar Kukuli, tiene una gran dificultad, y que se debe a una deficiencia en su casting. La protagonista, Judith Figueroa, hermana del cineasta, encarna el primer asomo de contradicción en el film en su rollo “indianista”, en oposición a su exaltación de lo andino, ya que no es la mujer campesina cusqueña, sino que los cineastas optan por una fisonomía distinta, de un carácter más “exportable”, pero también que sea “aceptable”, pensando en un público limeño, quizás.
Pero la gran contrariedad de Kukuli no está en este tema del casting que incluso puede pasar por anecdótico, puesto que el film trabaja con ideales, arquetipos, y la protagonista puede encajar en ese deseo, sino que más bien hay una intención que termina afirmando algo que los cineastas evitaban. Hay una coherencia sobre esa reflexión criolla y mestiza sobre el indigenismo, desde esta visión sublimada en su deseo de “indianizar” Cusco- o el Perú-, pero esto nunca se concreta y termina más bien siendo un alegato a favor de este mestizaje o integración a la modernidad, al final de cuentas, que hace agrupar o desaparecer. Cuando Kukuli es atacada por el ukuku- que simboliza la fusión con el extraño, el mestizaje - el cura del pueblo, un español que lleva enarbolando una cruz como si fuera una guerra santa, aviva a las masas para que encuentren al captor y lo maten. El pueblo aparece como una masa anónima que se solidariza con el llamado del cura, y que se enfurece ante el rapto de la mujer.Si bien tras su muerte, Kukuli se reencarna en una llama, todo el proceso ha sido penoso, donde un líder encausó el horror del pueblo, bajo la ley de Lynch, y en un mundo que no puede luchar contra la irracionalidad y su invisibilidad. El Ande no puede escapar a su cruz.
La mujer es incapaz de una solución por sí misma, es algo que se disuelve en un río, sin fuerzas. Repele la violencia que vivió, pero no rechaza la violencia que otros ejercen en su nombre.
Atacada, la teoría del dolor de Aldo Miyashiro tiene los mismos problemas, claro, guardando las distancias. Los productores y el mismo cineasta la han publicitado como una película que busca cambiar sentidos comunes sobre la violencia en contra de las mujeres. Es una película que busca entablar compromisos, adherencias, condenar una práctica social deleznable y remecer conciencias en pos de una nueva ley sancionadora y también de disminuir los casos. En sus créditos finales, el film es dedicado a todas aquellas mujeres peruanas que sufren o han sufrido este maltrato, o que incluso han perdido la vida, convirtiéndose también en un film de “duelo”. Su valor de marketing está en ser un producto de interés social, que convoca sensibilidades en la lucha contra todo tipo de violencia de género, y a la cual nadie debe sentirse indiferente. Nadie se mostraría a favor de este tipo de violencia. La premisa queda clara, ahora veamos qué es lo que se ve en Atacada.
El problema está en su discurso, que por un lado busca sensibilizar sobre la injusticia y la violencia ejercida sin sanción, por otro acude a la misma violencia que aborrece para lograr en el espectador un efecto de adherencia con las situaciones que vive la protagonista. Por eso su filiación es más cercana a la propaganda que a un referente cinematográfico en sí. Como los videos ochentosos que se propalaban en las escuelas sobre el aborto, donde se veía cómo se realiza un aborto, paso a paso, mostrando aquello que según la creencia y el pecado debería estar prohibido. “No abortes, no mates una vida”, pero allí estaba la supuesta vida yéndose, pedazo a pedazo, en planos cercanos. Por ello Atacada está más cerca de productos recientes que pasaron por cartelera peruana como Tierra de María del español Juan Manuel Cotelo o Dios no está muerto de Harold Cronk, films cristianos que tienen una clara filiación y que buscan ganar más adeptos en torno a la fe, más allá de cómo se narre. No importa la forma, sino el mensaje gratificante. Pero ¿por qué a pesar de esta fórmula de la propaganda que acude al melodrama exagerado y de parte, Atacada no despega dentro de su propia propuesta discursiva? Porque alude a sentimientos primarios, del ojo por ojo, de la revancha como satisfacción, de la mujer ultrajada a la espera de su redentor, donde el castigo de la violación queda en manos de otros hombres, encima diseñados como prototipos de pandilleros o miserables lumpen. La mujer es incapaz de una solución por sí misma, es algo que se disuelve en un río, sin fuerzas. Repele la violencia que vivió, pero no rechaza la violencia que otros ejercen en su nombre.
Más allá de la edición a hachazos, del poco sentido del montaje paralelo, de la necesidad de lo mórbido para mostrar las acciones de los personajes, de las actuaciones pobres, o del quiebre abrupto en el estilo de la primera y segunda parte con la tercera, de la hilaridad involuntaria de muchas escenas, Atacada se esfuerza en ser coherente con lo que se propone, su rollo es el de la violencia por la violencia, y también al dibujar un entorno de injusticias, donde las mujeres pobres no tienen posibilidad de recibir el apoyo del Estado, aquí encarnado en una jueza de voz sosa que pone orden en la sala como si fuera el set de La Tremenda Corte.
La convicción en la premisa de la revancha ante la violencia gana cualquier posibilidad de salvación del personaje. La redención le estará vedada. Y por ello cualquier posibilidad aleccionadora. Lo único que queda es dejar la salida en manos de los sicarios, porque el Estado no existe. La confianza en lo lumpen a ritmo de Sabor y Control.