Los anti-sistema

El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) atraviesa una de sus crisis más álgidas. Algunos de los Estados integrantes de la OEA se han empeñado en iniciar un proceso de “fortalecimiento” de la Comisión Interamericana (CIDH) que más se parece a la reforma judicial durante la época fujimorista aquí en el Perú. Es decir, un proceso que buscaría petardear y debilitar una instancia que, pese a las críticas, ha servido como carta final para salvar vidas y último bastión de justicia para personas a las que les hubiera sido imposible conseguirla en sus propios países, por diversas razones.
Y es que la CIDH le cae pésima a los Estados y a otros actores. Ahora último las empresas privadas, especialmente las transnacionales, están entrando al apanado. Pero esta situación no debería ser una novedad. La CIDH está hecha para caerle mal a todas y todos en algún momento, pues la naturaleza de esta instancia es actuar como fiscal en la defensa de los derechos de las personas marginales, débiles, que van a contracorriente en sus países y que por tanto tienen menos posibilidades de ganar un caso en un Estado con un sistema de justicia endeble y con tendencia a someterse a poderes fácticos y ocultos.
Por ejemplo, durante los años noventa del siglo pasado las víctimas de Barrios Altos y La Cantuta tenían imposibilitado ganar un juicio en el Perú. Por la grave campaña de desinformación los llamaban terroristas, cuando estaban lejos de serlo. Lo mismo ocurría en su momento con los defenestrados magistrados del Tribunal Constitucional que votaron contra la re-reelección de Alberto Fujimori; o si no vamos a casos límites: con el integrante del MRTA, Castillo Petruzzi (quien ganó ante la Corte por haber sido procesado por un tribunal sin rostro); o Lori Berenson (la Corte Interamericana ordenó que se le realice un nuevo juicio por haber sido juzgada sin las mínimas condiciones que merece todo ser humano); o con la Comunidad Mayagna Sumo Awas Tingui (los indemnizó porque Nicaragua concesionó sus tierras violando sus derechos colectivos a la propiedad y calidad de vida); y en el reciente caso de los comandos Chavín de Huántar (según la CIDH tienen que volver a pasar por un juicio porque la justicia militar no es competente para juzgar ejecuciones extrajudiciales).
Aquí se ve que la Comisión y la Corte realmente son justicia ciega, en el mejor sentido de la palabra. Y en el caso de la CIDH, fiscalía ciega. No les importa si a las víctimas se las llama terroristas, rateros, héroes, ignorantes, panteístas o más. Lo único que les interesa es que se cumplan los requisitos legales y que se hayan violado derechos humanos. Por eso, en algún momento todas y todos hemos estado molestos con esta instancia, pero, pese a ello, jamás se nos ha ocurrido pedir una transformación radical de una institución que ha hecho bastante bien su trabajo, pese a que la integran seres humanos que pueden cometer equivocaciones.
Por eso sostenemos que este ensañamiento, esta intención de arrebatar independencia y protagonismo a la CIDH y, de paso, al Sistema Interamericano, no son nuevos. En diversos momentos los Estados se han opuesto a los dictámenes de la Comisión y la Corte Interamericanas; lo novedoso ahora resulta la coincidencia de intereses de varios países en cambiar el rumbo de la CIDH, de quitar a su fiscalizador internacional de derechos humanos de en medio y de convertirlo en un mero “promotor” de derechos humanos, como si una campaña de valores fuera suficiente para salvaguardar los derechos humanos en el Perú o Latinoamérica toda.
La Comisión y la Corte realmente son justicia ciega, en el mejor sentido de la palabra. Y en el caso de la CIDH, fiscalía ciega. No les importa si a las víctimas se las llama terroristas, rateros, héroes, ignorantes, panteístas o más.
Sin embargo, como todo proceso en el que se involucra a Estados, éste está lleno de diplomacia, así que países que quisieran modificar abruptamente la labor que realiza el Sistema Interamericano (Venezuela, Brasil, Ecuador y ahora, sorprendentemente, el Perú), y aquellos que confían y lo apoyan, como Argentina, Chile y los Estados Unidos (pese a que no es parte de él), han iniciado un pulseo de fuerzas llamado “fortalecimiento”.
Este proceso, que empezó el año pasado, acaba de arrojar un primer producto, importante pero no definitivo. A fines de enero, los 24 países del Consejo Permanente de la OEA aprobaron por consenso las recomendaciones del Grupo de Trabajo Especial encargado de sugerir mejoras al funcionamiento de la Comisión Interamericana. Estas recomendaciones, que no son vinculantes para la CIDH, versan sobre diversos temas, y no todas son negativas. Hay algunas muy importantes, como la mejora del financiamiento o la necesidad de que la Presidencia de la CIDH tenga una labor permanente, cosa que ahora no sucede.
Empero, estos aspectos positivos se opacan cuando se ven los actos. Por ejemplo, en abril del 2011 Brasil decidió suspender sus relaciones con la Comisión tras el pedido de ésta de que se paralice la construcción de la Central Hidroeléctrica Amazónica de Belo Monte. Esta suspensión de relaciones incluyó el cese del pago de su cuota de US$6 millones. Pese a ello, durante las intervenciones estatales en la OEA (incluido Brasil) fue amplio y reiterado el reconocimiento por parte de los Estados miembros de la imperiosa y urgente necesidad de incrementar los recursos financieros de la Comisión y la Corte Interamericanas, como elemento fundamental para mejorar su funcionamiento.
A ello hay que sumar la sorprendente actitud del Estado peruano en el nuevo Gobierno nacionalista. Las declaraciones del embajador del Perú ante la OEA, Walter Albán, hablando abiertamente de la inconvencionalidad de las medidas cautelares y mostrándose reacio a que se toquen temas relacionados con procesados por terrorismo; y lo manifestado por el ministro de Justicia, Juan Jiménez Mayor, respecto de la no vinculatoriedad de las decisiones de la Comisión y la Corte Interamericanas en ciertos casos, resultan lamentables. A tal punto ha llegado la posición del Perú en este tema, que se rumorea en los pasillos de Washington D. C., sede de la Comisión Interamericana, que el Perú es uno de los países que impulsa el cargamontón estatal quitándole, incluso, protagonismo a Brasil.
Junto a ello, resultan sumamente preocupantes muchas otras recomendaciones del documento aprobado en enero de este año. Por ejemplo, criticar la falta de simetría de los recursos que maneja la Relatoría de Libertad de Expresión en comparación con otras relatorías, es un hecho que resulta bastante sospechoso habiendo tan graves problemas de libertad de expresión en países como Venezuela y Ecuador, y siendo la libertad de prensa un tema tan complejo, pues la CIDH ya se ha pronunciado sobre los problemas en materia de libertad informativa que crean los monopolios u oligopolios de medios informativos.
Pese a que las recomendaciones emitidas por este Grupo de Trabajo no son vinculantes para la CIDH, sino solo propuestas, este escenario podría cambiar dramáticamente en la próxima Asamblea General de la OEA, que se celebrará en junio del 2012, momento en el cual los Estados tocarían nuevamente esta materia. Habría que cruzar los dedos para que la Comisión Interamericana no emita algún “ciego informe” contra algún Estado, pues es evidente que la lógica estatal en este punto es arañarse ante la inconveniencia de tener problemas en el ámbito internacional y no la defensa de las personas mediante el derecho internacional de los derechos humanos, que es lo que en la práctica está en juego en Latinoamérica si se trastocan las facultades de la Comisión.