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El trabajo infantil: ¿Un problema o un recurso?

(Foto: La República)

Instituido oficialmente por las Naciones Unidas en 2002, el Día mundial contra el trabajo infantil (International Day against Child Labour), celebrado el pasado 12 de junio, sirvió para llamar la atención de la opinión pública, al menos por un día, sobre el problema del trabajo en edad precoz.

Se trata de un fenómeno añejo, hasta milenario si se considera que los primeros testimonios de niños empleados en tareas serviles provienen de textos asirios, murales funerarios egipcios y pinturas vasculares egeas del III y II milenio a.C.

Y si una solución de su problemática no parece fácil ni al alcance inmediato, una correcta conceptualización que tenga validez universal es aún más lejana, puesto que a lo largo de la historia el trabajo infantil ha sido considerado de diferentes maneras, y también hoy en día las diversas culturas y sociedades tienen conceptos distintos. Pensándolo bien, tampoco existe un criterio único para definir qué es el trabajo infantil, ya que lo que en una cultura es considerado como trabajo, en otra puede ser visto como una obligación ritual, un aporte a la comunidad, un aprendizaje o hasta una actividad lúdica.

Cuando los niños de una comunidad del río Itaya, en la selva amazónica de Loreto, organizados en su asociación autónoma, decidieron después de la última creciente limpiar las dos orillas del río de toda la basura acumulada por la desidia del hombre y la furia de las aguas, ¿han hecho un servicio comunitario, una acción ecológica, una protesta generacional o un juego infantil? ¿Y si fuera todo esto junto? A alguien se le ocurriría llamarlo “trabajo infantil no remunerado”?

La principales instituciones internacionales, empezando por Unicef y OIT (la Organización Internacional del Trabajo) –ambas emanaciones de la ONU- junto con muchas ongs y la misma Iglesia católica, están firmes y alineadas sobre un criterio unívoco y apodíctico: el trabajo infantil daña el desarrollo de los menores y es necesario erradicarlo por completo, como si se tratara de una plaga o una pandemia. Sin embargo, ¿es siempre y en cualquier forma una práctica malsana?

En contra de esta óptica mayoritaria, que aspira a volverse única, se han levantado recientemente muchas voces, desde varios países y casi siempre desde organizaciones autónomas de niños, niñas y adolescentes. Una de estas voces, que expresa eficazmente la posición contestataria, es la de Manthoc (Movimiento de adolescentes y niños trabajadores hijos de obreros cristianos), una organización pionera del Perú fundada en 1976, que representa más de 2,500 menores. Hace ya dos años, en ocasión de la celebración del 12 de junio, los pequeños dirigentes de Manthoc han dado a conocer su propio punto de vista.

“Si bien es cierto que la Organización Internacional del Trabajo y otros organismos internacionales promueven la fecha del 12 de junio como ‘el día mundial contra el trabajo infantil’, alientan una serie de intervenciones contra los menores que trabajan en la calle o de represión para la erradicación del trabajo infantil.”

El pronunciamiento, luego de recordar que los NATs (niños, niñas y adolescentes trabajadores) en el Perú suman dos millones y medio y aportan el 1% al PIB, recalca la importancia de la contribución infantil a la economía familiar en áreas pobres y rurales, a pesar de que “las estadísticas del INEI señalan que la pobreza se ha reducido en un 5%”.

Mientras rechazan la existencia misma de un día mundial contra el trabajo infantil, “porque atenta contra nuestra dignidad”, los firmantes reclaman por parte del Estado “programas de atención y promoción de los derechos y capacidades de los NATs basados en políticas consensuadas con aquellas instituciones y organizaciones que trabajan con y desde la infancia y la adolescencia” y sobre todo quieren ser considerados sujeto de derechos.

“Queremos que se legisle tomando en cuenta nuestras opiniones, necesidades y demandas.” El documento concluye: “Seguiremos en la defensa por el reconocimiento y respeto del derecho a trabajar. ¡Sí al trabajo digno y no a la erradicación!”

Según esta creciente minoría, el problema no es el trabajo infantil en sí, sino las condiciones en que se hace: se oponen a la explotación, los maltratos, los trabajos peligrosos o dañinos para la salud, las actividades delictivas, la pornografía y la prostitución. Sin embargo, hay muchos niños que trabajan contentos de hacerlo, en particular si logran no dejar los estudios, y se sienten orgullosos de aportar así al bienestar de su familia. Es gratificante sentirse útiles en vez de un lastre, un pasivo, dicen.

* * *

Atravesar en carro la puna, el altiplano andino a 4000 metros de altura cubierto de una estepa semiárida, es como navegar por un inmenso océano seco, con auquénidos -llamas, alpacas, vicuñas– en vez de delfines y peces voladores. En lugar del mal de mar, el riesgo es el de padecer el soroche, el mal de altura que provoca nauseas, mareos, mal de cabeza y dificultades respiratorias. La manera más eficaz de prevenirlo o aliviarlo es tomar un té de hojas de coca, la planta sagrada que el hombre blanco ha profanado, transformándola –prodigios de la química- en la droga preferida del capitalismo norteamericano.

En el mundo andino tradicional, la hoja de la coca es mascada con el debido respeto, como si se tratase de un sacramento, se manipula con devoción, se utiliza para ofrendas devocionales, prácticas curativas y lecturas adivinatorias.

 

La travesía de la puna, manejando sobre una pista de tierra, puede parecer infinita. Aislados y raros como escollos, unos caseríos con muros de adobes y techos de lámina o, más tradicionales, de paja tupida. Ni una tiendita por kilómetros y kilómetros: aquí casi todo lo que se consume es auto-producido. Las mujeres, todas ensombreradas, visten sus típicas polleras de colores, sobrepuestas como estratos de una cebolla. Si un forastero les dirige la palabra, quizá para obtener una información, lo miran desconfiadas, más si es un blanco, un wiracocha.

En el medio de la nada, un niño cerca de un rebaño de llamas hace un gesto como para pararnos. Su poncho es del mismo color del matorral quemado por el sol y lleva en la mano una pequeña cubeta blanca. Paramos el jeep para averiguar qué quiere, nos pide agua para tomar en perfecto español. Le extiendo mi botella de agua mineral pero la rechaza.

- ¿No tiene agua simple?
Se disculpa:
- No es para mí, es para Yasha, a ella no le gusta la mineral con gas.
No veo ninguna niña cerca, pero igual le paso el bidón del agua para el radiador. Llena su cubetita, luego invita una llama con “aretes” de pompones rojos y azules a que beba.
Yasha (en realidad llasha, en quechua: lenta, gordita) bebe ávidamente, luego hace un pequeño eructo educado, satisfecho. Parece como que sonríe.
- ¿Y las otras?
- No, las otras no quieren.
- ¿Y tú, cómo lo sabes?
- Porque me lo han dicho.
- Y ella, ¿te lo “dijo”?
- No es la única que habla. También las otras 27 se hacen entender muy bien. Cuando quieren, claro.

Aquí la cosa se hace intrigante. Porque se lee en un texto del siglo XVI, Dioses y hombres de Huarochirí, una narración de antiguos mitos andinos, que una llama como esta avisa su dueño, antes con gemidos y llantos luego con palabras, que el fin del mundo está llegando, y lo convence a salvarse del diluvio universal llevándolo a una gruta en el pico de una montaña. Yasha y su pequeño cuidador bien merecen una parada, por lo menos para saber qué lengua hablan los auquénidos.

La conversación con David, un niño de doce años bilingüe perfecto quien se ve pequeño por su edad, se revela interesante. Todo el rebaño pertenece a su familia, excepto los dos animales más jóvenes, que un vecino le confía temporalmente. David es el menor de cinco hijos y encuentra natural el oficio de cuidar el rebaño en alternancia con una hermana: un día él, un día ella. Es normal que así sea, en años anteriores había sido una tarea de los otros hermanos, ahora les toca a ellos.

David va a la escuela tres veces por semana, camina (“Y un poco ando corriendo”) por más de una hora de su casa pero no pierde ni una clase, le gusta muchísimo estudiar, mayormente historia y geografía. De grande quiere ser capitán de un barco, posiblemente en el lago Titicaca. “Es el lago navegable más alto del mundo,” me informa con orgullo. Cuando le digo que en mi país para dormir a los niños se les dice que cuenten las ovejitas, se ríe gustoso.

- Yo estas las cuento para quedarme despierto – me explica.
- En realidad – se corrige – las llamo cada una por su nombre.
- ¿Te sabes los nombres de las 28?
- De algunas hasta conozco el apodo.
- ¿Te lo dijeron ellas mismas?
- No, ellas no, las otras.
- Ah.

Una pregunta empuja más que todas.

- Esto de cuidar a las llamitas, ¿lo sientes más como un pasatiempo, una tarea escolar, un trabajo, o cómo?
Lo piensa un buen rato, luego con su español lento y preciso, aprendido en la clase, dice:
- Para mí es como un recreo de la escuela, pero más largo. A ellas –y mira el rebaño- buscar un poco de pasto les debe parecer más como un trabajo, pero agradable.

Las consideraciones de David, con su dosis de realismo mágico, no encuentran lugar en ninguna estadística, no son reducibles a datos, sin embargo son significativas y reveladoras. Seguramente más que ciertas cifras.

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Según la Organización Internacional del Trabajo, 215 millones de niños están obligados a trabajar en todo el mundo, mientras que los datos de Unicef – el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia – calculan en 150 millones los menores (entre 5 y 17 años) que trabajan. El mismo Unicef, en ocasiones anteriores, había declarado que 346 millones de niños son “sujeto de explotación”. También los datos a nivel nacional presentan grandes disparidades: Chile, un país de 18 millones de habitantes, calcula en 196 mil sus NATs, mientras que México tendría 3.6 millones sobre una población de 115 millones. En el Perú serían cerca de dos millones los niños que trabajan o, dicho de otra forma, el 28% de todos los menores de 15 años.

La aparente inconsistencia de estas cifras revela una clara diferencia en los criterios y parámetros metodológicos adoptados en los censos, empezando por la determinación de la menor edad, que no todos hacen llegar a 17 años. Aun en su disparidad, los datos son impresionantes: según la OIT, en América Latina y el Caribe hay 17 millones de menores que trabajan, una cifra considerable que se vuelve pequeña frente a los 80 millones de niños africanos y los 153 millones de asiáticos. Pena que sumando estos números, una vez más las cuentas no cuadran.

No se pueden negar las buenas intenciones de Unicef, que quisiera extirpar la que considera como una plaga, ni el empeño de la OIT, que promulgó dos normas para tutelar la infancia trabajadora: el Convenio 138, donde se establece la edad mínima para trabajar en 14 años, y el Convenio 182, que prohíbe y sanciona las peores formas de trabajo infantil, como el enrolamiento en milicias armadas, el tráfico de drogas o la prostitución, definiendo “niño” (child/enfant) cualquier persona antes de que cumpla los 18 años de edad. (Sin considerar el Convenio 189 que, aunque se ocupe del trabajo digno para los trabajadores y las trabajadoras domésticas, no es específicamente dedicado a la infancia).

Sin embargo, la actitud paternalista y poco receptiva de estas importantes instituciones internacionales –y de la misma Iglesia- es rechazada por las asociaciones de niños y adolescentes trabajadores, que en los últimos años han conquistado un creciente protagonismo, basado en el respeto y el ejercicio de sus derechos. Ellos no quieren simplemente ser escuchados, reclaman voz y voto.

Formadas al final de los años 90, estas organizaciones, casi siempre autónomas, ya constituyen una gran constelación, no sólo en América Latina, sino también en África y Asia. En el Perú, se añadieron al histórico Manthoc otras treinta organizaciones, que en 1996 formaron un movimiento a nivel nacional: el Movimiento Nacional de Niños y Adolescentes Trabajadores Organizados del Perú, que ya logra incidir en las políticas públicas y elabora propuestas y tomas de posición.

Entre las organizaciones infantiles peruanas merece una mención especial Infant-Nagayama Norio (Instituto de Formación de Adolescentes y Niños Trabajadores), fundada por el filósofo Alejandro Cussianovich, teórico de la “pedagogía de la ternura”. Con la cooperación de ‘Save the Children’, la más antigua y prestigiosa ong internacional dedicada a la infancia con casi un siglo de vida y presencia en 120 países, Infant (infantnagayama.org) lucha para la defensa y el desarrollo de los derechos de todos los niños, especialmente los que trabajan. Sus prácticas pedagógicas, inspiradas y aplicadas por el mismo Cussianovich, están directas a reforzar el sentido de identidad y el protagonismo infantil, estimulando la capacidad de autogestión comunitaria, junto con la creatividad y la conciencia social. El proceso se da en un clima extraordinariamente afectuoso e igualitario y merece ser tomado como modelo y replicado.

Estas organizaciones han alcanzado un grado de madurez sorprendente y logran ya criticar el enfoque convencional de la problemática de la infancia trabajadora y presentar propuestas interesantes y eficaces, provenientes de los mismos protagonistas. Sólo queda que las instituciones internacionales que se ocupan de ellos –hasta hoy en forma prevalentemente asistencial y paternalista- se decidan a escucharlos.

Entrevista

Colaboraciones