Una peruana en el limbo

Según la RENIEC, Gladys Chompitea no existe. La última vez que votó fue en 1985 –cuando, según su recuerdo, muchas chicas votaron por Alan García porque era guapo–, salió del país en 1986 y nunca cambió su libreta electoral, que aún conserva, por un DNI. Hasta conversar conmigo no se había enteado de la diferencia entre uno y otro documento. Desde luego, los registros de RENIEC niegan la existencia de una peruana con ese nombre. El caso de Gladys es el de miles de peruanos que, incluso sin haber salido del país, no existen legalmente.
En rigor, y salvo por una partida de nacimiento que acaso Sendero quemó con un local municipal, no es claro si existe una peruana que se llame así. En 1996 ella obtuvo la nacionalidad costarricense y cree recordar que, para otorgársela, le obligaron a renunciar a la suya original. Tampoco le consta que alguna autoridad peruana se enterara de esa renuncia. Pero, cualquiera sea su condición formal, ella resume la real: “No soy ni de aquí ni de allá”.
En los 23 años que tiene fuera del Perú ha vuelto sólo una vez, hace cinco. El personal internacional de la oficina para la que trabaja desde hace 20 años en San José decidió sorprenderla regalándole tres pasajes para que, por Navidad y Año Nuevo, fuera con sus hijas al país que éstas no conocían. Gladys lamenta que todo fuera apresurado y que ella no pudiera organizar bien el viaje. Viajó a su tierra –nació en Huarón, Cerro de Pasco– pero la excursión pasó por demasiados contratiempos. Se endeudó para comprar regalos para la familia y “se burlaron” de ella por algunas cosas que llevó, según confiesa sin entrar en detalles. Hermanos y parientes decidieron ir con ella a todas partes y no le dejaron libertad para ver a sus antiguas amigas.
Gladys no parece tener una inserción completa en Costa Rica. Escaló posiciones en la oficina –es la más antigua– y hoy es la asistente encargada de diversas tareas administrativas. Pero el reconocimiento laboral de sus capacidades vino de extranjeros, no de costarricenses, que son pocos entre los trabajadores de su oficina. En la vida personal, Gladys se casó con un costarricense, que parece corresponder bien al estereotipo prevaleciente en el país respecto a los nacionales de origen africano: ocioso, indolente y con un bajísimo nivel de compromiso. Tuvieron dos hijas pero hace cinco años Gladys se divorció de Carlos, a quien sin embargo trata con afecto, al punto de alojarlo en una sección de la casa que es de ella.
Las hijas de Gladys, físicamente, llevan la marca del padre: son mulatas. La mayor es Mónica, tiene 18 años y acaba de terminar su primer año de ingeniería química en la Universidad de Costa Rica. Es delgada, no es alta –aunque, claro, es más alta que Gladys– y tiene un lindo rostro. La puerta de su dormitorio está llena de diplomas, incluido uno de baile. Seria, colaboradora con la madre y atenta con la hermana menor, sigue la conversación e interviene muy de vez en cuando para decir algo inteligente y oportuno.
La menor es una ardillita negra. Se llama Jessica, tiene ocho años y es muy zalamera. Recién llegado a su casa, me ofrece unas galletas de chocolate y, como su madre le observa que vamos a almorzar en un momento, vuelve a la carga con las galletas a la hora del postre. Me pregunta cómo vine de España y en otro momento me trae, para inspección, todos sus útiles escolares que la acompañarán cuando ingrese a tercer grado.
Claramente, las niñas son producto de Gladys, de su organización, su capacidad para atender los detalles y su obsesión por mejorar lo que tiene, que quizá es excesiva. Tuve noticia de esto desde que, al mostrarme la casa, puso todo el énfasis en describir las reformas que quiere hacer, cambiando incluso elementos que ya ha modificado. El objetivo parecía estar puesto en exponerme sus ambiciones de remodelación y no tanto en mostrar una casa de 147 m2 que no está nada mal.
Es quizá esa obsesión la que no deja dormir bien a esta exitosa emigrante peruana de 44 años. Me explica que no puede dormirse porque “siempre piensa”, por ejemplo, en lo que ella llama sus “dos vidas”. Una, que llevó en el Perú, como empleada doméstica que –no logra explicar bien la idea– no estaba a cargo de sí misma: otros decidían por ella. Otra, que se le abrió en Costa Rica, cuando decidió no volver al Perú para reiniciar esa vida anterior sino aventurarse a trabajar por su cuenta en un país que le abría posibilidades. Sin embargo, de la primera vida conserva el recurso de ponerse rodajas de papa con una cinta –tal como aprendió en su sierra natal– para aliviar esos dolores de cabeza que la persiguen.
Es que Gladys no ha alcanzado la tranquilidad. Se pregunta constantemente si no ha cometido un error en algún punto del camino. Si no debió hacer esto o lo otro. Además, tiene una necesidad insatisfecha respecto de su pasado –que, claro, yace parcialmente insepulto en el Perú–, por el que se interroga, cuestionando a quien pueda informarle. No sabía el apellido materno de su madre y esto la intranquilizaba; peor aún, la última vez que fue al Perú lo preguntó pero, cuando me explica el episodio, “se me ha bloqueado” dice con una angustia que un sicoanalista seguramente sabría explicar. En aquel viaje pretendió volver a los lugares de su niñez –“por donde corría”– y no pudo. La frustración le dejó un sabor amargo.
Algo de su frustración parece provenir también de su experiencia de relación con los “ticos”, de cuyas costumbres y estilos se expresa constantemente de manera irónica. Les reprocha su impuntualidad, su mal gusto en la comida, su falta de compromiso con lo que hacen. En definitiva, dice, en las relaciones sociales “he decidido comportarme como ellos”: no invita más amigos a su casa, que sabe que no la invitarán nunca a ella. Tiene una sola amiga costarricense, Olga, “que es una hermana”.
Asombra, en una persona que no ha tenido muchas oportunidades educativas, la capacidad de reflexión que tiene sobre sí misma y aquello que la rodea. Es una capacidad que supera la de muchos profesionales que conozco, algunos de ellos profesores universitarios y otros incluso en puestos internacionales. Aunque Gladys tal vez habla demasiado, no me arrepentí de haber pasado cuatro horas con ella, para lo que invertí otras cuatro en los viajes de ida y vuelta hasta su casa. Valió la pena volver a ver a esta peruana que vive en un limbo compartido probablemente con otros emigrantes.