La política de la impunidad

El reciente indulto al exdictador Alberto Fujimori tiene diferentes connotaciones, todas negativas. En primer lugar, constituye en sí mismo la negación de cualquier intento de construir un proceso socio-legal de ‘justicia transicional’ en el Perú (reparación a las víctimas de la violencia política y verdadera ‘reconciliación’ sobre la base de la justicia). Simboliza también el resquebrajamiento de cualquier ilusión de consolidación democrática, objetivo que se empezó a forjar justamente con la caída del régimen fujimorista. Finalmente, y esto será el eje de las siguientes líneas, el indulto constituye la expresión más cínica de la actual lucha política por la impunidad.
Fujimori no solo fue considerado por Transparencia Internacional como uno de los presidentes más corruptos de la historia moderna[1], él mismo ha aceptado su culpabilidad en los delitos de peculado doloso y apropiación de fondos públicos, y fue sentenciado a 25 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad al haber sido autor mediato de asesinatos selectivos. Otros delitos de su larga lista incluyen el secuestro, la interceptación telefónica y el cohecho (soborno). Este historial no fue impedimento para que su organización política sobreviva y se convierta en la primera fuerza política nacional, a tal punto de controlar hoy el Congreso de la República. De allí que desde la cárcel, Fujimori moviera todas las piezas necesarias del ajedrez político para alcanzar su libertad. Fuerza Popular, el partido que representa su legado político (liderado por su hija Keiko Fujimori), promovió el proceso de vacancia presidencial contra Pedro Pablo Kuczynski, y cuando todo parecía consumado, la facción de Fuerza Popular liderada por su hijo dilecto, Kenji Fujimori, en contra de los designios del partido, regaló 10 votos al presidente para salvarlo de su inminente final político. La vacancia votada el 21 de diciembre pasado no prosperó, pero apenas unos días después -la noche de navidad del 24 de diciembre - se concretó el indulto.
A diferencia de lo que muchos señalan, considero que no estamos ante un simple pacto por la impunidad de dos ancianos acostumbrados a abusar de su poder público. Es más bien la expresión cínica de un pacto social más profundo que se inauguró en los años noventa y que se desarrolla hoy en el contexto de una guerra política a través de la legalidad (lawfare), acentuada por el escándalo de corrupción generalizada de la empresa constructora Odebrecht. Esta empresa admitió haber financiado las campañas políticas de todos los candidatos con opciones de victoria en al menos las últimas 3 elecciones y haber pagado sobornos a altos funcionarios de estos gobiernos para adjudicarse millonarios proyectos de infraestructura. El saldo de este escándalo deja hasta ahora a un presidente con orden de captura internacional por delitos de corrupción y lavado de activos (Alejandro Toledo, quien gobernó entre el 2001 y el 2005); otro presidente con prisión preventiva (Ollanta Humala, quien gobernó entre el 2011 y el 2016); y el actual Presidente de la República investigado al descubrirse que su empresa unipersonal asesoró a Odebrecht mientras era ministro de Estado. Además de ellos, Alan García, Presidente de la República durante los años 2006-2011, Keiko Fujimori y varios alcaldes y gobernadores regionales se encuentran actualmente investigados.
Uso aquí el anglicismo lawfare (combinación de law y warfare) para explicar cómo el Derecho es usado como arma de guerra política.[2] La teoría crítica legal ha explicado el uso político - hegemónico y contrahegemónico– que se hace de la legalidad, así como la incerteza de las decisiones legales más allá de los intentos positivistas de pretender brindarles un ropaje de neutralidad y objetividad. Sin embargo, en contextos como el peruano donde casi toda la clase política se encuentra bajo escrutinio judicial y fiscal, donde hay sombras de ilegalidad en las grandes decisiones públicas y en donde desde el Estado se pretende ilegalizar el disenso y la protesta social, podemos afirmar que vivimos en un sistema de lawfare, donde las pullas políticas no se expresan a través de argumentos programáticos o ideológicos, sino principalmente a través de acusaciones de corrupción o ilegalidad. Cualquier intento de articulación política programática es respondido señalando los vínculos del actor político con la corrupción y –si es de izquierda– se agrega el carácter inherentemente radical o incluso terrorista de la propuesta. El Rule of Law es superado por el Rule of Lawfare, donde se impone aquel que tiene mayor poder mediático y redes de poder público y privado.
Es en este contexto que debemos comprender por qué los expresidentes de la República y candidatos presidenciales tienen tratamiento mediático, fiscal y judicial distinto a pesar de ser investigados por los mismos hechos (por ejemplo, Ollanta Humala con prisión preventiva versus Alan García sin siquiera impedimento de salida). Esto también nos permite comprender la batalla legal en torno a los argumentos jurídicos del indulto. Mientras algunos constitucionalistas con aires monárquicos señalan que el indulto es una prerrogativa absoluta, fuera de todo límite legal, sabemos que hoy toda decisión pública, incluyendo las gracias presidenciales, no pueden ser arbitrarias y deben canalizarse a través de procedimientos y requerimientos legales. Por ello, el indulto vulneró groseramente el marco legal que lo regía: plazos irrazonables que hacen inviable cualquier ponderación (se tramitó en 12 días cuando usualmente el proceso toma meses); conflicto de interés en la junta médica (un médico de Fujimori fue parte de la junta que evaluó su estado de salud); falta de evaluación de las condiciones carcelarias (el indulto humanitario solo procede si las condiciones carcelarias agraven la salud del interno, lo que no fue el caso), entre otros.
"Uso aquí el anglicismo lawfare (combinación de law y warfare) para explicar cómo el Derecho es usado como arma de guerra política".
La decisión pública (acto administrativo) de indultar a Alberto Fujimori tuvo solo una apariencia de legalidad y esa apariencia –en el fondo un fraude a la Ley- es lo que el Gobierno busca justificar cínicamente con argumentos de reconciliación. El indulto, al nacer del afán de impunidad antes que de justicia, niega la reconciliación. Por ello, el mayor argumento en contra del indulto, más allá de todos sus vicios legales, es que se sustenta en un pacto de impunidad. Un pacto fácilmente demostrable dado los hechos e indicios que lo acompañaron. El presidente Kuczynski estuvo a punto de ser vacado debido a una falta ética grave e innegable: el conflicto de intereses que ha mantenido a lo largo de su carrera pública.
Y es que este pacto, desde una perspectiva más profunda y estructural, no es un pacto entre dos agentes aislados, es un pacto entre dos segmentos sociales que han venido dominando el Estado y la sociedad peruana. No de forma programática pero sí, con eventuales vaivenes y conflictos, de manera hegemónica. Se trata de un pacto de tolerancia y mutuo beneficio entre una clase política cuasi criminal (o a veces abiertamente criminal) y una clase empresarial/tecnocrática que realiza negocios al borde de la legalidad. Una clase política financiada por dinero oscuro, gremios informales y redes delincuenciales que muchas veces busca acceder a cargos públicos para alcanzar la inmunidad; y una clase empresarial que consigue leyes favorables, exoneraciones tributarias, decisiones públicas beneficiosas y pocos controles sobre los conflictos de interés. La política rufiana, dura y pura y la economía supuestamente aséptica nunca han estado en ‘cuerdas separadas’, como se dijo en la última ‘Conferencia Anual de Ejecutivos’ (CADE), sino se retroalimentan. Este pacto subrepticio que sobrevivió a la caída del Fujimorismo en el año 2001 hoy es más explícito que nunca.
En la Sociología Política se ha discutido cómo los Estados pueden verse sometidos a situaciones de captura mafiosa y captura corporativa.[3] La primera consiste en acciones sistemáticas abiertamente ilegales para torcer las decisiones públicas hacia intereses individuales, mientras que la segunda implica la influencia desmedida –no necesariamente ilegal pero sí injusta- de las élites de poder en las decisiones de Estado. El aparato público parece convivir hoy con estos dos tipos de captura. Los líderes políticos más poderosos son a la vez los más involucrados en actos sistemáticos de corrupción, por lo que su apuesta política está centrada en definir lo legal y lo ilegal, y cerrar los canales para la búsqueda de justicia. Hoy los diferentes fujimorismos (el de Keiko y el de Alberto/Kenji) y su tecnocracia complaciente dominan las decisiones claves del Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, y buscan someter a los Organismos Constitucionales Autónomos para capturar el sistema de justicia (que no es impoluto pero tampoco totalmente corrupto). De allí los intentos del Congreso dominado por Keiko Fujimori de sancionar a vocales del Tribunal Constitucional y nombrar a jueces adeptos. De allí, el interés en dominar el Consejo Nacional de la Magistratura para que el nombramiento de jueces y fiscales dependa de funcionarios leales. De allí los ataques al Fiscal de la Nación con el evidente objetivo de debilitar las investigaciones. De allí, el persistente desinterés del Poder Ejecutivo, hoy más fujimorista que nunca, para no implementar verdaderas políticas anticorrupción.
Toca a la sociedad civil (medios independientes, activistas, colegios profesionales, académicos) y a aquellos jueces, fiscales y funcionarios independientes, luchar literalmente por la justicia: la justicia para las víctimas, la justicia para nuestra estima nacional constantemente agraviada por funcionarios corruptos, en fin, la justicia para nuestra memoria histórica. Para ello, debemos comenzar defendiendo a las instituciones de nuestro precario sistema de justicia frente a una política de impunidad que amenaza con destruir los más elementales valores democráticos.
[1]Transparency International Global Corruption Report 2004.
[2]El concepto ha sido principalmente desarrollado en el Derecho Internacional (Orde, Kittrie, Lawfare: Law as a Weapon of War. New York: Oxford University Press, 2016); pero también ha servido para explicar hechos políticos nacionales y locales, en ámbitos tan diversos como la ecología o los juicios políticos (Por ejemplo, Fay, Derick, 2013. Neoliberal conservation and the potential for lawfare: New legal entitiesand the political ecology of litigation at Dwesa–Cwebe, South Africa. Geoforum 44, 170–181).
[3]A modo de referencia sobre la literatura más reciente: Crabtree, John & Durand, Francisco (2017). Perú: Élites del poder y captura política. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú; Wedel, Janine; Hussain, Nazia; Archer Dolan, Dana (2017). Political Rigging. A primer on political capture and influence in the 21st century. Oxfam America; Bagashka, Tanya (2014). “Unpacking Corruption: The Effect of Veto Players on State Capture and Bureaucratic Corruption”. Political Research Quarterly, Vol. 67, N.° 1, pp. 165 – 180.