Esclavas del hogar

Esclavas del hogar

Leda M. Pérez Investigadora de la Universidad del Pacífico
Ideele Revista Nº 267

Antonio Cruz/Nw Noticias

Después de muchos años he vuelto a leer A Room of One's Own, de la autora inglesa Virginia Woolf. No deja de impresionarme, por un lado, su gran habilidad como ensayista y, por el otro, su capacidad analítica y su  precisión en notar la condición de las mujeres en la primera mitad del siglo XX. En una exploración de los avances y desafíos para mujeres escritoras de su tiempo, su hipótesis central se sustenta en la idea de que una mujer necesita un cuarto para escribir y su propio dinero. De hecho, las palabras de Woolf, escritas en 1928, tienen relevancia para la mayoría de las mujeres del mundo actual, casi un siglo después de que éstas hayan sido escritas. Pues más allá de la profesión o empleo de una mujer, lo que sigue decidiendo su autonomía y, por ende, las posibilidades de su contribución socioeconómica, es la calidad del espacio a su alcance –y los recursos económicos dentro de éste- para ser, crear y producir.

Sin embargo, las noticias mundiales están llenas de actos de agresión contra la mujer: muchas aún son condenadas a matrimonios con hombres elegidos por sus padres (o por otros hombres mayores de su comunidad o tribu); la violencia doméstica que afecta a mujeres de todos los estratos socioeconómicos en el mundo entero persiste, inclusive hasta culminar en la muerte; la amenaza de ser captadas para la trata humana es para algunas un peligro permanente; y, no de menos importancia, la violencia estructural que surge a raíz de una segmentación laboral que asegura pobres trabajos y pobres sueldos para la mayor parte de las mujeres del planeta, lo cual es pan de cada día. En fin, la realidad de ser explotadas y/o violentadas única y exclusivamente por ser mujeres es un desafío que aún no hemos logrado eliminar.

En el Perú, la escala de la violencia física, psicológica y emocional llegó a tal nivel que las mujeres de nuestro país en agosto del año pasado convocaron la marcha más concurrida en la historia de la nación, #Niunamenos.  Ésta buscaba – así como Virginia Woolf y otras de su tiempo– nombrar el mal que nos acosa y demandar su fin, insistiendo en la concientización y acción de mujeres y hombres para frenar todas las formas de violencia y que se tome cartas en el asunto. Asimismo, la reciente Marcha de Mujeres en Washington DC ocurrió dentro del contexto de hostilidad generada por los comentarios y acciones del Presidente de Estados Unidos, situación en la cual muchas sienten ira y temor frente al hecho de que un conocido misógino asuma las riendas de este país, una superpotencia mundial. Este hecho tuvo eco no solo en ese país sino alrededor del mundo en donde se realizaron sesenta marchas afiliadas, incluyendo una en Lima.

Es así que en pleno siglo XXI las mujeres seguimos peleando por la igualdad y el respeto a nuestros derechos humanos en todos los sentidos. Pero hay algunas de nosotras que enfrentan una batalla más ardua que otras; que sufren más en este desafío a raíz de su estatus migratorio, su raza/etnia, procedencia y/o nivel educativo, situación que existe tanto para el mundo desarrollado como para los países en vías de desarrollo. Una de las áreas en la cual ello se ve claramente es en el sector laboral. Si bien a nivel mundial las mujeres trabajamos fuera del hogar más que nunca antes, nosotras seguimos siendo más pobres que los hombres. Los trabajos menos pagados son reservados para nosotras1.

Uno de los sectores en el cual se concentra una gran parte de las mujeres pobres es en el trabajo doméstico. Pese a algunos avances, logrados en años recientes2, en la mayoría de los casos los derechos otorgados a las trabajadoras en este sector –hasta ahora, compuesto principalmente por adolescentes y mujeres– son escasos. Inclusive en algunos de los casos donde existe legislación protectora, frecuentemente no se cumple a cabalidad por la falta de monitoreo del Estado.

 

El caso del trabajo doméstico en el Perú

En una investigación dedicada a examinar el estado de la cuestión de las trabajadoras domésticas remuneradas en el Perú (Pérez & Llanos 2015a) hallamos dos datos interesantes. Lo primero es que pareciera que el número absoluto de trabajadoras en este sector descendió entre el año 2004 y el 2013. Lo segundo es que, en este mismo período, esta fuerza laboral parece haber envejecido. De esta información, uno podría inferir que hay menos personas que trabajan en este sector, y que tal vez habrían podido migrar a otros mejores trabajos. Sin embargo, la investigación cualitativa que realicé en el periodo del 2015 hasta el presente me ha llevado a pensar en otra explicación.

Entre los trabajadores de la población económicamente activa ocupada, las trabajadoras del hogar representan el sector con la tasa más alta de movilidad laboral (ENAHO 2007, 2011; Pérez, en prensa). Asimismo, sabemos que sus experiencias con otros trabajos suelen ser movidas horizontales que en muchos casos resultan ser peores en torno a la remuneración y en el cumplimiento de sus derechos. Por ello, es común que luego de abandonar al sector por otro trabajo vuelvan al trabajo doméstico en algún momento de sus vidas. Si juntamos esta información con lo que ha arrojado mi investigación cualitativa entre el año 2015 y el 2016, veremos que el abandono de este trabajo es particularmente común a la hora del emparejamiento y/o de la maternidad (Pérez& Llanos, 2015b). Esto es así porque dentro de nuestro actual esquema de opresión de género toca que la mujer deje de trabajar para cuidar a su hijo, mientras que el papá (si es que está presente) trabaja para cuidar a la familia. Por tanto, lo que he encontrado, una y otra vez en el curso de mis entrevistas con trabajadoras domésticas remuneradas, es que ellas retornan a este sector al perder a su pareja, por la razón que fuera (muerte, separación, abandono), y también para asegurar la educación superior de sus hijos. En este transcurso, también experimentan con otros trabajos, pero frecuentemente no les va mejor en términos socioeconómicos. En fin, la experiencia con el trabajo doméstico termina siendo una de “puerta giratoria” por la falta de otras y mejores opciones (Pérez, en prensa).

El resultado neto es que dentro o fuera del sector, lo que parece claro hasta ahora es que estas trabajadoras están condenadas a la explotación en la mayor parte de los casos. Dentro del sector, cuentan con pocos derechos y no hay ente estatal que se los asegure. Por tanto, la calidad de su experiencia laboral está exclusivamente en las manos de su empleador. Asimismo, afuera, en otros sectores dentro de la gran informalidad, no les va mejor. No hay mejores derechos en ningún sitio para ellas.

"A medida que más mujeres salgan a trabajar fuera de sus casas, más demanda existirá para atender los quehaceres del hogar. Y aquí está el problema".

La complejidad de la demanda

Hasta el año 2015, según datos del INEI, poco más del 43% de la población económicamente activa ocupada del Perú estaba conformada por mujeres.  Esto, de hecho, representa parte de una tendencia en la cual esa cifra crece. Es importante notar esto aquí, pues a medida que más mujeres salgan a trabajar fuera de sus casas, más demanda existirá para atender los quehaceres del hogar. Y aquí está el problema.

Es claro que nuestro país no es Dinamarca, donde existe la tasa más alta de mujeres que trabajan fuera del hogar y donde cuentan con una serie de apoyos del Estado para que ellas y familias enteras puedan participar igualmente en la sociedad. Una diferencia clave, entre muchas que separan a nuestros dos países, es que en el Perú las expectativas en torno a las mujeres peruanas continúan siendo formadas sobre la base del machismo. Si bien se entiende que el trabajo del hogar beneficia a todas y todos, en nuestro país esta función es relegada exclusivamente a mujeres. El resultado de esta cosmovisión es que hay las que hacen el trabajo por alguna remuneración (baja por lo general); y hay las que “contratan” el servicio de otra mujer (esta palabra es un decir, pues contratos formales no son legalmente requeridos). Pero lo que no podemos pasar por alto es que sea ella la que contrata o es contratada; esto es un trabajo de mujeres, responsabilidad de mujeres, y menospreciado por la sociedad en su conjunto.

Por esta razón, el trabajo doméstico –bien sea hecho por la misma señora de la casa o delegado a otra– representa un caso emblemático de la violencia estructural contra la mujer, particularmente para las de menos recursos. Para esas “señoras de sus casas” que se encargan solas, sin compensación alguna, y en la mayoría de los casos sin poder trabajar fuera de la casa para ganarse su propio salario, es una condena. Una condena estar dependiente de otro y ser explotada por ese mismo y, de hecho, por el mismo Estado que poco la apoya.

Para aquellas que pueden pagar el apoyo proveniente del trabajo de otra mujer, con certeza la que es contratada será pobre, con un bajo nivel educativo, probablemente migrante, muchas veces menor de edad y con pocas protecciones bajo la ley. Y, si ella no conoce sus derechos, pocas personas se lo van a hacer saber.

En el análisis final, estamos frente a una permanente opresión de género. En este terreno las mujeres son explotadas en al menos dos sentidos: por los empleadores (o su propia familia, si es que no es remunerada), que necesitan de sus servicios para su reproducción social cotidiana; y por el mismo Estado, que permite esta mano de obra laboral, fácilmente explotable, pues no monitorea ni ofrece mejor alternativa (Blofied 2012; Pérez & Llanos 2015b).

"Esto es un trabajo de mujeres, responsabilidad de mujeres, y menospreciado por la sociedad en su conjunto".

¿Por qué nos importa?

Independientemente de la forma que tome la violencia estructural contra las mujeres –sea por la escasez de buenos trabajos, malas remuneraciones, maltratos u hostigamientos– más que otra cosa, ello representa un tema clave a resolver para el  desarrollo pleno del país. De hecho no puede haber desarrollo sostenible sin atender estos temas que implican la promoción de la igualdad de género, así asegurando la igualdad de oportunidades y derechos para todas y todos.

En el año 2015, Jokela publicó un trabajo que a mi parecer nos permite examinar el meollo del asunto. Con un análisis estadístico de 74 países del mundo, logra mostrar que la desigualdad de ingresos es un factor crucial que determina la proporción de trabajadores domésticos en la fuerza laboral. Dado que la mayoría de mujeres son empleadas en trabajos de bajos ingresos y que ellas son las que trabajan en este sector con una tasa mayor a la de los hombres, no es difícil ver quién sufre las consecuencias de esta desigualdad. Visto de otra forma, podemos apreciar sobre cuáles espaldas se van construyendo esas tasas de desigualdad.

La realidad sigue siendo que nuestro modelo está basado en la idea de que algunos –sobre todo mujeres- son sacrificados para que otros pasen adelante. Por mucho tiempo ha habido inclusive la idea errónea, en el caso de trabajadoras del hogar, de que este empleo es un rito de pasaje, particularmente para aquellas que migran a la ciudad. Pero en su análisis del caso argentino, Tizziani (2011) desmiente esta idea mostrando que muchas de las mujeres en este sector quedan en el mismo por el resto de sus vidas. Mi propia investigación sugiere que más que otra cosa, estas trabajadoras “corren en su sitio, sin ascender a otro empleo mejor pagado” (Pérez 2016).

Pero hay otro camino. Un estudio reciente (De Henau&Perrons 2016) sugiere, luego de hacer una simulación de siete países de la OECD, que con solo invertir el 2% del PIB en servicios públicos de cuidados (dentro del cual está el trabajo doméstico), se crearía casi tantos trabajos para hombres en esos países como lo hicieran inversiones en las industrias constructoras en Reino Unido, EEUU, Alemania y Australia, y se crearía hasta cuatro veces más trabajos para mujeres.  Asimismo estas inversiones incrementarían la tasa de empleo de mujeres por 8 puntos en los EEUU y más de 5 puntos en Reino Unido, Alemania, Austria y Japón, así reduciendo la brecha de empleo por género hasta el 50% en EEUU y 25% en Reino Unido.

Por supuesto, el Perú no se compara fácilmente con estos países. Nuestra matriz productiva, la alta tasa de informalidad y nuestras instituciones débiles hacen que las mismas intervenciones que son posibles en algunos de los países del norte resulten casi imposibles de implementar aquí. Pero ciertamente el camino actual tampoco conducirá a una mayor – y mejor -- participación de todos, y menos de las mujeres, lo que implica que sino se reconsidera el modelo actual, nuestro país nunca usará sus recursos humanos al máximo. Así como las mujeres en el trabajo doméstico remunerado que yo describo líneas arriba, el Perú quedará “corriendo en su sitio” sin mucho más progreso que ello.

La Organización Mundial del Trabajo (OIT), sin embargo, nos alcanza varias opciones a considerar en el corto plazo, medidas que se podrían implementar si es que hubiera la voluntad política de hacerlo. Entre éstas, destaco dos. En primer lugar, reevaluar los marcos legales para cambiar la noción de que el trabajo del hogar es exclusivamente el trabajo de mujeres; y, segundo, expandir  el acceso a derechos a todas y todos para que no sean únicamente los trabajadores del sector formal –una pequeña minoría nacional- los que disfruten de estas protecciones  (OIT 2009a, 2009b).

Finalmente, habría que recordar a Virginia Woolf. De hecho, las mujeres necesitamos “un cuarto y dinero” para participar directamente en la sociedad. Pero, no se trata de un fin solo para nuestro género sino para la productividad, bienestar y desarrollo de todas y todos en su conjunto. Un punto de partida estaría en la eliminación de las barreras estructurales que nos impiden a todas a participar plenamente.




1 Como dijeron John Lennon y Yoko Ono, “Woman is the nigger of the world” (1972). Pensando en el trabajo posterior de Kimberlé Crenshaw sobre la interseccionalidad de la discriminación (1991), yo solo añadiría que algunas mujeres tienen una experiencia más nigger que otras. Pues no es igual ser una mujer blanca pobre que una adolescente negra y pobre.

2 Por ejemplo, Brasil fue uno de los primeros países en la región en expandir derechos para esta clase de trabajadora. Asimismo, Chile, por sus leyes en pro del derecho de la mujer a trabajar tuvo algunos logros también para estas trabajadoras. Sin embargo no fue hasta el 2015 que finalmente se aprobó una jornada de trabajo más corta y se prohibió el uso de uniformes en público, por ejemplo. Uruguay recientemente ha aprobado legislación sobre trabajo de cuidados que también busca amparar adicionalmente a esta trabajadora con derechos plenos (ver Sistema Nacional de Cuidados).

Agregar comentario

Ciencia

Salud

La rockola de Ideele