La teoría del complot o detrás del espejo

La teoría del complot o detrás del espejo

Ideele Revista Nº 199

La autora nos presenta sus opiniones sobre un conjunto de temas económicos y sociales como premisas para después centrarse en lo que piensa sobre el tratamiento jurídico de los bloqueos o tomas de carretera.

[…] no va a ser corriendo detrás de lo que se usa y se dice, ni emasculando lo que pensamos y queremos, como vamos a aumentar nuestras posibilidades de libertad. No es lo que existe, sino lo que podría y debería existir, lo que necesita de nosotros.
Cornelius Castoriadis

Después de visitar el País de las Maravillas, la Alicia de Carrol se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés. Dice Eduardo Galeano que si Alicia viviera entre nosotros, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana.

En la era de la perversión, los políticos, tanto globales como locales, hacen denodados esfuerzos por imponernos una verdad única: que la modernidad y el desarrollo dependen del neoliberalismo extremo y el capitalismo salvaje. Que para ser ricos y modernos debemos aceptar el sacrificio, esperar el goteo que nunca llega y no poner en riesgo nuestra inserción en el mundo global. Que el conflicto amazónico y las últimas protestas sociales son una conspiración de los antisistema contra la democracia.

En el Perú, nuestro Presidente, con renovados actos de ilusionismo ya no tan efectivos (los kilos de más y las canas han arruinado su perfil de atractivo prestidigitador), pretende convencernos de que lo sucedido en Bagua, en La Oroya, en Andahuaylas, en Chala y en las diversas protestas que se han ido sucediendo en estos meses, no es producto del abandono y la postergación ancestral de los pueblos indígenas y andinos, de la eterna mecida, sino de un complot internacional.
Con la teoría de la conspiración en mano, se defiende a capa y espada un modelo que genera un cada vez más creciente sector excluido de la economía, del empleo, de la educación, de la salud y de la esperanza de un futuro posible.

Un modelo que produce cada vez más ciudadanos de segunda, sarnosos, individuos antisistema, como los llaman el Presidente y sus amigos, que no han escatimado en sinceridad para calificar a los peruanos que defienden sus derechos y los recursos naturales del país de todos.

Para él y sus aliados políticos —el fujimorismo y Unidad Nacional, la Confiep, los medios de comunicación—, la protesta no tiene nada que ver con la política económica neoliberal aplicada a rajatabla, con las privatizaciones que han arrasado con nuestro patrimonio, con el libertinaje del mercado, con los recortes de inversión social, con la destrucción del ecosistema, con la precarización del empleo.

A los olvidados del Perú y del mundo —porque éste es un fenómeno global— se les exige defender este sistema así como está y seguir esperando la igualdad que no llega, porque aun en tiempos de crecimiento y de despegue económico no se ha hecho nada efectivo por acortar la brecha.

El crecimiento no solo no ha sido inclusivo, sino que, por el contrario, ha generado cada vez más exclusión. Según un reciente informe de CEPAL, los países de América Latina se ubican entre los más desiguales del mundo, con Brasil como referente; tanto, que se ha creado el concepto de “brasileñización” para describir un modelo que tiene 20% de incluidos y 80% de excluidos y que ha producido una colectividad de guetos fortificados para los más ricos.

El autor de Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias, dice que uno de los efectos de la modernidad es el exceso de producción, que siempre va acompañada de generación de residuos que deben ser diligentemente destruidos. Bauman no se refiere solo a los residuos materiales, sino que usa el término como metáfora.

Con la globalización y el progreso económico, dice el sociólogo polaco, se producen también residuos humanos que se expulsan en cantidades cada vez mayores: refugiados, pobres, desocupados, inmigrantes, que son los cuerpos visibles de la humanidad residual. Gente despojada de su dignidad como trabajadores y proveedores (y se me ocurre agregar: con las consecuencias que esto puede tener sobre la masculinidad y la violencia contra las mujeres), que ha perdido una identidad personal socialmente aceptada y se ha convertido en un ser superfluo, desechable. Toma de Agamben la noción de homo sacer, paradigma del ser excluido, que es una figura del Derecho romano: una vida humana incluida en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión, y que describe al ciudadano desposeído de hoy, relegado a una condición política vegetativa, desprovisto de valor y al margen de la ley.

El excluido, para Wacquant, no es el explotado que sí es necesario al sistema; es más bien el que está de más, el que es innecesario y molesto, el que no encaja en el plan del progreso, mientras que para la Madres de la Plaza de Mayo los desocupados son los nuevos desaparecidos del sistema.

Afortunadamente, hay quienes se obstinan ante el destino y protestan: en Bagua, Madre de Dios, Apurímac, La Oroya, Sicuani, Arequipa; en Argentina, donde los piqueteros se han convertido en una institución y los cortes de rutas en su estrategia para hacerse oír y hasta respetar; y también en Europa, donde los que bloquean las carreteras no son los cuerpos humanos defendiendo a pecho descubierto sus derechos, sino modernísimos y enormes camiones que paralizan durante horas o días las carreteras y las fronteras sin que nadie se rasgue las vestiduras.

En esta distorsionada versión de la democracia que convive con el totalitarismo de la verdad única y del mercado soberano, se persigue la rebeldía, se le da tinte criminal a la protesta.

La criminalización de la protesta estaría en la línea de la necesidad contemporánea de eliminación de desechos. ¿Qué mejor que encerrar y hacer invisibles a los que sobran y encima molestan y protestan? Vuelvo aquí a usar el dato de Chile como el país menos violento de la región pero el que más presos tiene. Las estadísticas de la población carcelaria de los Estados Unidos confirman con creces esta tesis: 5 millones de personas bajo algún tipo de control penal (presos, con libertad condicional, etcétera, de los cuales un altísimo porcentaje son afrodescendientes o latinos).

¿Cuándo comenzó a ser penalizada la protesta? He hecho una especie de encuesta, y no lo saben ni los abogados. Al parecer, ese cambio tan importante ha pasado desapercibido. Hay cierto consenso de que fue Rospigliosi, responsable de la represión durante el “Arequipazo”, el que llamó a usar el Código Penal contra quienes tomaran las carreteras, pero que fue solo a partir del 2006 cuando se aprobaron normas específicas para aplicar el Derecho Penal a la protesta con toma de carreteras.

¿Por qué tomar las carreteras para protestar? ¿Acaso no votan?

¿Solo votar? Fujimori fue elegido para impedir que Vargas Llosa impusiera un modelo liberal y terminó aplicando uno más implacable aun, además de malbaratar nuestros recursos, y García se ofreció como el que haría todas las reformas que prometía Humala pero en democracia, y no ha hecho más que seguir con el modelo. Los políticos actúan como si no hubiera habido ninguna elección, o como si no importara, pero la verdad es que poco importa porque dependen de un poder que nadie eligió y que los supera.

El jurista argentino Roberto Gargarella dice que no se puede sobredimensionar el lugar que tiene el voto en la democracia contemporánea, porque eso sería excluir de la discusión a las minorías mayoritarias, y que la manera de manifestar la demanda de la ciudadanía, de reclamar derechos que formalmente alguna vez prometió el Estado, es precisamente a través de tomar la palabra y ponerla en los lugares públicos: una plaza, un puente, una carretera. Ésta, dice, es la única posibilidad concreta que tienen los sectores desventajados de expresar sus problemas. El derecho de protesta es desde esta perspectiva el primer derecho, o un superderecho.

¿Y el derecho de propiedad? ¿Y el libre tránsito?

Puestos a elegir entre un derecho y otro, Gargarella sugiere medir cuán cerca está el derecho en conflicto del nervio democrático de la Constitución, es decir, cuán central es ese derecho para poder seguir actuando como ciudadanos, para permitir que la democracia siga existiendo. Cuanto más cerca esté de ese nervio central, más debe ser protegido; y, para él, apagar la crítica al poder posponiendo el derecho a protestar en beneficio de otros derechos significa socavar la democracia.

¿Por qué el derecho al libre tránsito tendría que tener prioridad absoluta frente al derecho de expresarse críticamente frente al poder?, se pregunta Gargarella, y responde con una jurisprudencia estadounidense que en 1964 sentó un precedente importantísimo: la Corte Suprema resolvió la controversia entre el derecho al honor de un jefe de la Policía y el derecho a la protesta decidiendo que el derecho a la crítica del poder merecía prioridad absoluta, entre otras razones porque tenemos un sistema representativo y porque hemos delegado el control de las armas y del dinero al Gobierno. El juez Brennan, que lideró ese fallo, sostuvo en un caso similar: “Los métodos convencionales de petición (reclamo) pueden y suelen ser inaccesibles para grupos muy amplios de ciudadanos. Aquellos que no controlan la televisión y la radio, aquellos que no tienen la capacidad económica para expresar sus ideas a través de los diarios […] y como lo que nos interesa es que tengan acceso regular a los funcionarios públicos, sobre todo si lo que tienen consigo es una queja vinculada con un agravio constitucional muy fuerte, entonces el hecho de que éste sea un grupo con muy especiales dificultades para expresar su punto de vista nos obliga a una consideración muy especial frente a los medios que escogen para presentar sus reclamos”.

Específicamente sobre la toma de carreteras, dice Zaffaroni: “No creo que la interrupción de una vía de circulación constituya delito; eso sería, a lo más, una contravención municipal”. Quien fuera Presidente de la Corte Suprema argentina dice, además, que no puede equipararse el derecho a la protesta con el derecho al libre tránsito. “La protesta social se motiva en un problema de grado de realización de derechos humanos de naturaleza social, porque hay una amenaza más o menos concreta a la vida: por carencias alimentarias, de medicamentos, de asistencia médica, incluso de patrimonio ecológico, no es una cuestión de valorar derechos, porque el derecho a la vida no puede igualarse con el derecho a llegar a casa en horario”.

La función de la protesta
El evangelio neoliberal determina que los excluidos acepten pasivamente sus condiciones de vida y hasta se sientan culpables. La dominación pasa por imponernos el sentimiento de que nada puede ser cambiado. Pero hasta esa verdad tiene fisuras por donde se cuela la esperanza, produciendo grupos sociales que se resisten a quedarse en el lugar del excluido, del desaparecido, del muerto en vida.

Un cartel de piquetero en un corte de ruta en Argentina decía: “Tenemos tres problemas: no tenemos trabajo, no nos jubilan y no nos morimos”.

Para el psicoanalista argentino Fernando Ulloa, la ética del sobreviviente no es otra que la violencia. Opina que los piqueteros superan un destino de muerte pasiva, haciendo uso del recurso a la violencia en procura de una identidad diferente, un símbolo que llama la atención, obliga a mirar. Si los nativos de Bagua, los mineros informales, los agricultores no hubieran bloqueado las carreteras, ¿los hubiéramos mirado? ¿Hubiéramos sabido de sus luchas?

No todas las tomas de carreteras son violentas; en muchos casos son pacíficas, y es la falta de diálogo, creer que los conflictos sociales se pueden resolver a balazos, con represión y posterior penalización, lo que desata la violencia indiscriminada. El Estado no se porta en estas circunstancias como la autoridad que media, que ayuda a la negociación y al acuerdo, cuando no a la protección de lo que es justo; actúa más bien como socio de los grandes intereses. Esa indiferencia también es violencia.

Las normas que prohíben la protesta en cualquiera de sus formas son legales pero no legítimas ni justas. La toma de carreteras es un problema, pero es sobre todo un síntoma, una “solución problemática” de la que grupos de peruanos por todo el país echan mano para hacerse oír en voz alta. Y si no sabemos escucharla y entenderla como lo que no va más, lo que no funciona; si somos incapaces de comprender este fenómeno como una parte nuestra que hace balance a la positividad maníaca del “todo estaría bien si no fuera por los que se oponen al progreso” del discurso neoliberal, corremos el riesgo de sufrir otra tragedia.

“Todo lo que expurga su parte maldita firma su propia muerte”, reza el teorema de la parte maldita de Braudillard.

Durante la búsqueda y lecturas para escribir este artículo, fue muy grato saber lo bien acompañada que estaba en mis reflexiones y constatar que la historia no ha muerto: solo la credibilidad de Fukuyama.

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