Psicopatía y poder

Psicopatía y poder

Ideele Revista Nº 200

Embebidos y adormecidos por la cotidianidad de nuestra realidad política y por nuestra tendencia a dejar que las cosas pasen y que continúen como están, alegando imposibilidad de intervención por nuestra posición social, económica o religiosa, hemos tomado una actitud de crítica irrelevante que no hace más que perpetuar y autorizar los dislates de nuestros políticos, mal llamados “padres de la patria”. 

En psiquiatría, cuando evaluamos a un paciente, tomamos en cuenta una serie de variables: su comportamiento, su manera de relacionarse con los demás, su coherencia, su consistencia, la forma en que sostiene su identidad, su capacidad de trabajo, responsabilidad, creatividad, sus objetivos y su sentido de vida. También, es importante saber acerca de sus basamentos éticos y morales, así como de su capacidad de memoria, etcétera, Un examen serio de nuestra psicopatología política merece un enfoque más bien interdisciplinario. En ese sentido, las ciencias sociales tienen mucho por decir.

Con la salvedad anterior, ensayaremos un análisis psicopatológico de nuestros representantes políticos, lo que nos llevará al terreno de una tipificación individual de sus personalidades. El hallazgo posible es variopinto. Vamos a encontrar mucha gente con rasgos de personalidad rígidos e impermeables, como los narcisistas, sociópatas, histriónicos, paranoides, megalómanos, de repente estructuras limítrofe o borderline, etcétera. También, por cierto, habrá gente “normal”, en el sentido de que se trata de personas que tienen una estructura de personalidad más o menos estable y plástica.

En relación con la “plasticidad”, es importante mencionar que el cerebro humano tiene un potencial adaptativo genéticamente determinado que permite adecuarse a las circunstancias modificando o activando sinapsis neurales. Este potencial da oportunidad a resultantes tanto positivas como negativas a los intereses de la especie humana. Lamentablemente, es muy susceptible a la influencia y presiones al interior de los grupos de poder. Solo unos cuantos, muy sólidamente formados desde la infancia, pueden sustraerse a dichas influencias y mantener una línea de acción a favor de las mayorías.

En las últimas décadas, la población de representantes políticos ha crecido en función de la franja emergente. Muchos de ellos han ascendido en la escala social desde una actividad signada por el exitismo económico (las más de las veces ligado a la actividad informal). Ha mermado, más bien, la presencia de los políticos tradicionales, aquellos más definidamente sostenidos por una ideología de grupo, con una formación “de carrera” en la que los principios y la ética aparecían con más transparencia.

En tanto que nos manejamos desde una estructura social democrática, es posible la coexistencia de distintas organizaciones de personalidad, más o menos proclives a un funcionamiento democrático. En todo caso, dado el sistema, tendrán que lidiar con una estructura que los obliga a lograr acuerdos por consenso para ejercer sus funciones desde el poder.

El riesgo del protagonismo derivado de la personalidad del líder se contrapesa naturalmente con el equilibrio de poderes. Cosa diferente ocurre en regímenes dictatoriales en los que el uso del poder desde una sola persona garantiza el abuso y las distorsiones de la realidad en la mayoría de los casos.

El riesgo del protagonismo derivado de la personalidad del líder se contrapesa naturalmente con el equilibrio de poderes. Cosa diferente ocurre en regímenes dictatoriales en los que el uso del poder desde una sola persona garantiza el abuso y las distorsiones de la realidad en la mayoría de los casos.

Es frecuente, sin embargo, ver que frente a la precariedad de gestión ofrecida por nuestros representantes políticos en el sistema democrático, una y otra vez se reclamen gobiernos dictatoriales, pidiendo “una mano fuerte que acabe con los corruptos”. 

Salvando distancias, es como cuando una estructura de personalidad precaria apela a la omnipotencia o al delirio para compensarse. Es conmovedor comprobar, una y otra vez, cómo la necesidad de poder anula la creatividad y empobrece al sujeto (o al sistema). El punto de partida es un desarreglo en el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, nuestro sistema más primario de alerta y defensa ante el peligro. El problema se traduce en que al emplear la estrategia de control omnipotente, se estabilizan las pautas de equilibrio a partir del desequilibrio, lo que garantiza un colapso final.

“Todo pueblo tiene el Gobierno que se merece”, dice una sentencia. En realidad, los gobernantes solo reflejan la realidad de los gobernados. En tal sentido, tendríamos que examinar, a través de los gobernantes, de lo que ellos reflejan, la realidad social en la que han crecido y que les ha permitido llegar al lugar que actualmente ocupan.

En ese sentido, más de un estudio del imaginario popular muestra que un porcentaje mayoritario de la población es permisivo con la transgresión y el no respeto a las normas. Solemos escuchar cosas como “Que robe, pero que haga obra”. Quienes se expresan así son probablemente los mismos que no respetan la luz roja o no hacen honor a la palabra empeñada.

A la situación general se suma un supracontexto, el de una economía globalizada, que tiende a borrar las líneas de cohesión social; que funciona de manera desbordada por su afán desmedido de riqueza y de poder; que deshumaniza la razón de la economía y suele actuar con frialdad a la hora de jugar por sus intereses. Son los gobiernos paralelos de las transnacionales, que desdibujan con su poder el sentido en que deben orientarse los gobiernos.

La corrupción de funcionarios, el juego de los lobbies, el transfuguismo, la ambición desmedida, las tentaciones o amenazas con que se manejan los arreglos, dejan pronto a distancia la propuesta de servicio que quizá anidó en algunos de nuestros representantes. Unos pocos se desgastan en un esfuerzo, pocas veces recompensado, de poner coto a tal situación.

Desde estos comentarios, debemos decir que el mayor problema psicopatológico de nuestros políticos proviene, en realidad, de la psicopatización social, de una estructura de valores que ha perdido la brújula de la perspectiva social.

Veamos lo que se entiende por psicopatía: en principio, es la insensibilidad, la falta de empatía que, más que nada, enraíza en la búsqueda de la realización hedonista. Es el egocentrismo y ausencia de culpa o responsabilidad por las propias acciones (¡nunca tienen la culpa de nada!). Es la mentira patológica (¡nada los detiene en función de obtener lo que quieren!). Es la mala fe al actuar, a trasmano de la buena fe a la que aparentemente apelan. Es el conocimiento de manera inteligente de las debilidades y necesidades del otro para explotarlas en su propio beneficio. Es el uso hábil de un aceitado encanto seductor, que los muestra poco menos que con un aura de santidad.

En el mejor de los casos, los niños y futuros adultos se compensan desarrollando talentos o fortalezas para alejar el fantasma de vacío emocional que arrastran desde la infancia. Este es, en realidad, el germen del futuro individualismo.

En su historial, los psicópatas muestran reiteradas transgresiones a la ley. En un sentido correctivo, no aprenden ni de las sanciones a las que puedan haber sido sometidos ni de la experiencia. No hay un arrepentimiento verdadero. Esto se expresa en la actividad política a través de un sorprendente culto al dinero, la compra de conciencias, el manejo corrupto del poder y de la ley, que involucra a tantos personajes, no todos confesamente políticos, ciertamente.

El funcionamiento del colectivo político está corroído por un funcionamiento lamentablemente parecido a la dinámica de la omertá, que son las leyes propias de la mafia. “Te tapo esto y tú me otorgas aquello. Si faltas a esta ley, si osas fallar a la hermandad, te lapidamos” (otorongo no come otorongo...).

Al examinar las imágenes cerebrales de estos personajes (tomografía por emisión de positrones), cuando son expuestos experimentalmente a situaciones de crueldad extrema a través de videos, se demuestra que aquellas estructuras relacionadas con el temor (la amígdala, la corteza órbito-frontal, la ínsula, y el cingulado anterior) casi no muestran ninguna actividad. Esto puede ayudarnos a entender la falta de emoción, que es un aspecto esencial de ser un psicópata y su imposibilidad de aprender a través de las consecuencias de sus actos.

A esta condición de resquebrajamiento de los valores sociales contribuye un hecho gravoso al que no le estamos prestando atención. Las madres, absorbidas por el sistema, atienden cada vez menos tiempo a sus bebés. Diferentes estudios han demostrado que el desarrollo del cerebro infantil —y en particular los centros cerebrales relacionados con la capacidad empática y los potenciales para la relación social— sufre con la ausencia de la estimulación interactiva temprana con la madre, el maltrato físico o psicológico, la desnutrición y las enfermedades infecciosas recurrentes. Esto deviene a futuro pautas de relación que se conocen como “evitativas”.
En el mejor de los casos, los niños y futuros adultos se compensan desarrollando talentos o fortalezas para alejar el fantasma de vacío emocional que arrastran desde la infancia. Este es, en realidad, el germen del futuro individualismo. Por eso su avidez y su codicia no tienen límites: nunca pueden llenar el vacío original. Su memoria inconsciente no se llena con las compensaciones materiales.

Para revertir esta situación, se podrían desarrollar campañas destinadas a que la madre tenga mayor disponibilidad de tiempo para acompañar a su hijo, que tome conciencia de que, más allá de acompañarlo, es necesario que se contacte con él de las distintas formas en que es posible hacerlo: con la mirada, los gestos, el contacto físico, las caricias, los juegos en general. Es eso lo que su hijo necesita para activar su cerebro emocional (y social). Por ejemplo, las mujeres de nuestra sierra miran poco a sus hijos, juegan poco con ellos, prefieren adormilarlos, cargándolos a su espalda. En otros sectores, los bebés son encargados a terceros (a las “nanas”), y muchas veces van pasando de mano en mano sin poder establecer vínculos duraderos y saludables. Los resultados los vemos más tarde a escala social.

La garantía de una resonancia social saludable depende, más de lo que imaginamos, del diseño neurofisiológico resultante del buen vínculo entre la madre y el bebé. Un tema imprescindible, entonces, es el de la prevención, fundamentalmente la promoción de la relación saludable entre la madre y su hijo desde el inicio de la vida, del apego seguro. Se sabe que los tres primeros años son cruciales para el desarrollo futuro del ser humano.

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