Sin pena ni gloria

Sin pena ni gloria

Ideele Revista Nº 200

Extraño destino el de Alan García, este profesional de la política que hace 25 años ambicionaba ser un —o el— líder del subcontinente y que al pasar del voluntarismo ideológico al pragmatismo ha devenido una figura opaca frente a los Lula, los Morales, los Correa, los Uribe, los Bachelet, los Tabaré y otros, quienes por otra parte obtuvieron u obtienen niveles de aprobación de sus gobiernos que superan ampliamente el del Presidente del Perú. 
Su principal empeño ha estado dirigido a prolongar y profundizar el modelo neoliberal heredado de Fujimori y de Toledo, un modelo de desarrollo que concentra riqueza, más enfocado en la conquista de los mercados externos que en el crecimiento del mercado interno. García priorizó el incremento de las inversiones extranjeras, en particular en el sector extractivo, y obtuvo como contraparte, pese a la crisis mundial, un crecimiento económico sostenido y envidiable. Sin embargo, las cifras económicas positivas reflejan el crecimiento de la exportación de materias primas, mas no en la comercialización de productos con valor agregado y, por lo tanto, la carencia de una política industrial vigorosa. Mientras tanto, una parte del país se echó a correr con la modernidad, sin darse cuenta de que detrás dejaba a millones que no se subieron al camión del desarrollo.
Cuatro años con una situación económica favorable, sin real oposición política, y en consecuencia con una enorme libertad de maniobra y la posibilidad de tomar iniciativas de peso, pero en los que sobresalen una inacción y una falta de imaginación y de voluntad política del Ejecutivo para emprender reformas en profundidad cruciales para el país, que aminoren la exclusión y la marginalización de sectores importantes de la sociedad.
A pesar de que este año se elegirá por tercera vez a las nuevas autoridades que conducirán los gobiernos regionales, instalados desde el 2003, el proceso inconcluso de descentralización, la principal reforma del Estado en curso, está dejando de ser para el Gobierno de García un campo estratégico para reconciliar las periferias con el centro político e ir cerrando las brechas históricas en el interior del país y que afectan el bienestar de las mayorías. Aunque los avances denotan que un proceso de aprendizaje en gestión pública regional se estaría consolidando y que se reconoce que la descentralización es un terreno fértil para desarrollar, a escala local, experiencias de democracia participativa y mejoras en eficiencia de la inversión pública. El proceso de descentralización, tal como se está realizando, parece todavía a las mayorías impreciso, débil, burocrático, poco ligado a sus opciones inmediatas.
Hay en el modo de proceder de Alan García como gestor de los asuntos corrientes mucho más que la pérdida de su carisma o el cálculo político de ganarse la confianza de los principales grupos de poder. Predomina una oscura indiferencia ante las expectativas de los que gobierna; un desprecio y una intolerancia frente a los que no aceptan inequidades, discriminaciones y corrupción como una fatalidad intangible; y una pérdida del sentido de la política como la construcción de un vivir juntos. Actitudes impositivas que, sumadas, desembocan sobre lo que se ha estigmatizado como “criminalización de la protesta”.

Las cifras económicas positivas reflejan el crecimiento de la exportación de materias primas, mas no en la comercialización de productos con valor agregado y, por lo tanto, la carencia de una política industrial vigorosa.

En el Perú de hoy, un conjunto de factores, algunos de ellos herencia histórica, debilitan gravemente la práctica democrática; estructuras sociales discriminantes, magnitud de la exclusión social y de los empleos precarios, extensión de la corrupción y de la criminalidad que minan la confianza en el Estado como garante del orden público y de la seguridad personal. Lo grave en esto es que el Estado que dirige Alan García no se manifiesta ni aparece como el ancla indispensable de los derechos de la ciudadanía implicados y demandados por la democracia. 
Alan García culmina el cuarto año de su segundo Gobierno capeando las turbulencias sociales y con la satisfacción tecnocrática de haber finiquitado y profundizado una política de economía de mercado. Y está perdiendo sin pena ni gloria una oportunidad histórica: plasmar un proyecto de país que tome en cuenta el fraccionamiento social, geográfico, cultural y étnico del Perú y que integre los valores en gestación en el mundo de hoy; desde la naciente conciencia ecológica como germen de un desarrollo sostenible hasta la búsqueda de nuevas formas de gestión pública que respondan a las expectativas de la población. Qué lástima para él, pero principalmente para el país.
A fin de cuentas, la democracia no es solo la legitimación de las autoridades políticas por el voto. Es también un conjunto de valores y normas que se concretan por la adopción de políticas públicas orientadas a fomentar la cohesión social y que tomen en cuenta los derechos de la ciudadanía. Mucho camino tendrá que recorrerse en la era post-García para consolidar y legitimar las instituciones políticas de la democracia. Luchar más eficientemente contra la pobreza, las desigualdades y el desempleo. Mejorar la cobertura y la calidad de la educación y de la salud, modernizar la administración de la justicia, reducir la inseguridad urbana, idear estrategias para atacar frontalmente la corrupción y el narcotráfico, forjar agrupaciones políticas que sean a la vez más representativas y más legítimas. Todo esto exige de parte del Estado adquirir capacidad de conciliar eficiencia y equidad en la definición y la ejecución de sus tareas. De igual manera, la sociedad civil está interpelada en la medida en que la política ha de ser reintegrada en el imaginario social como actividad al servicio de la colectividad.

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