Los peligros de gobernar como si no se estuviese gobernando
Los peligros de gobernar como si no se estuviese gobernando
A continuación, algunas preguntas que saltan a la cabeza cuando a uno le piden hacer un balance de los dos primeros años de gobierno de la dupla Humala-Heredia: ¿Es verdad que la Primera Dama - Presidenta examina personalmente a cada candidato a futuro ministro? ¿Qué miembro de la pareja presidencial prefiere ropa interior roja y cuál los interiores blancos? ¿Hay algún plan de gobierno después de la Gran Transformación y de la Tremenda Transformación? ¿Alguna vez, en privado y cuando está de buen humor, Nadine llamará “Cosito” a Ollanta?
Se me ocurren muchas preguntas más, pero hay una que, con la persistencia de un testigo de Jehová, me machaca los sesos desde hace algún tiempo, y es la siguiente: ¿Qué clase de chip es el que se activa o desactiva cuando un candidato se convierte en Presidente? O para que se entienda mejor: ¿Es posible hacer reformas en democracia en el Perú, o estamos condenados a padecer un golpe de Estado cada vez que las demandas embalsadas obligan a romper las estructuras viejas y construir unas nuevas?
Porque es innegable que las dos últimas grandes reformas económicas y sociales en el país se hicieron no sin antes darle una patada a la Constitución de turno. Teóricamente, las reformas agraria y comercial de Velasco y las (contra)reformas monetaria, comercial y previsional de Fujimori pudieron hacerse bajo regímenes democráticos, pero en la práctica solo vieron la luz cuando los militares de turno se convencieron de la necesidad de ellas y le dieron un respaldo de tanques y aviones al reformismo.
Abordado desde el otro ángulo, el problema sigue siendo preocupante. Pregúntate en qué se diferencian el segundo gobierno de Fujimori de los gobiernos que le siguieron: Paniagua, Toledo, García y Humala. O, nuevamente para mayor claridad, ¿por qué la democracia tiene performances tan mediocres? Salvo Paniagua, que estuvo de paso, todos prometieron refundar la patria, pero al final se conformaron con poner al país en piloto automático. Hasta García-Reloaded y Humala, que en su momento fueron vistos como el advenimiento de las más temibles transformaciones en la historia del Perú, terminaron bailando al ritmo del continuismo.
Entonces, volviendo a la pregunta, ¿qué es lo que pasa cuando el Presidente es ungido con la banda bicolor para que termine adoptando el mismo manual de operaciones y funciones (MOF en la jerga de la administración pública) de siempre? Una teoría conspiranoica dice que tras el discurso en el Congreso el Presidente es recibido en el mismísimo Palacio de Gobierno por el verdadero poder detrás del poder, un hombre de frente amplia a quien no le gusta hablar de licencia social, quien hace la entrega del MOF junto a un maletín repleto de dinero. Otros niegan que la reunión sea en Palacio y cambian el maletín por un Power Point con el catecismo del Consenso de Washington para Dummies —y claro, el frentón es reemplazado por un equipo de “tecnócratas que saben”.
Una teoría conspiranoica dice que tras el discurso en el Congreso el Presidente es recibido en el mismísimo Palacio de Gobierno por el verdadero poder detrás del poder, un hombre de frente amplia a quien no le gusta hablar de licencia social, quien hace la entrega del MOF junto a un maletín repleto de dinero.
El sillón de Pizarro tiene el efecto de llevar a la medianía más rampante hasta al más incendiario de los políticos. Si descartamos la tesis del maletín de dinero —básicamente por falta de datos—, la explicación que nos queda es que la culpa de esa chatura y autocomplacencia esté en nuestra clase tecnócrata, que es la gran constante de la administración pública en las últimas dos décadas. Y la razón es que se ha erigido como indicador de excelencia el demostrar que se es el técnico más capaz de no cambiar nada. Si esa afirmación parece exagerada, piensen nada más en lo siguiente: durante dos años consecutivos, nuestro ministro de Economía, Luis Miguel Castilla, ha sido considerado entre los mejores ministros de Economía de la región. Es más: este año fue reputado como el mejor de toda América Latina, por encima del ministro de Hacienda chileno, Felipe Larraín (autor de algunos de los mejores manuales de economía publicados a este lado del charco). ¿Y cuál es el gran mérito de Castilla? ¿Cuál es esa gran hazaña o tarea desempeñada que le ha permitido recibir tal reconocimiento? Pues nada menos que ser el principal guardián del “no cambio”, el guachimán del statu quo.
Castilla es solo un ejemplo. Como decía, casi toda nuestra clase tecnócrata practica una especie de culto que se dedica a la contemplación de los indicadores de crecimiento e inflación. No pretendo desmerecer la carrera ni las cualidades de un grupo tan calificado de profesionales, pero me parece evidente que son funcionarios que tienen muy en claro qué es lo que no se debe hacer para no perturbar sus indicadores, pero no tienen ni la más mínima idea de qué cosas hacer para mejorar otros. Ni siquiera parece importarles que los niños sigan sin entender lo que leen en el colegio, que la calidad de los servicios públicos que recibimos —desde la atención en la ventanilla de una dependencia pública hasta la nula seguridad que recibimos de las fuerzas del orden—, o que tengamos uno de los peores sistemas de transporte del continente. Mientras las reservas sigan al alza y los porcentajes de variación del PBI e índice de precios nos sigan mereciendo caritas felices de la banca mundial, seguiremos soñando que estamos avanzando.
Que el ejercicio del poder modere actitudes atrabiliarias es en principio motivo de alivio. El problema es que ya son casi 20 años en los que no se rompe ni un solo cascarón en Palacio, es decir, no tenemos tortillas ni reformas. Y por eso, aunque los gobiernos sean prácticamente indistinguibles uno del otro, los electores de hoy podrían estar radicalizándose con respecto a los de ayer. Si hace siete años elegimos a la opción más conservadora entre las dos que quedaban (García vs. Humala), hace dos se rechazó claramente a la opción conservadora (Fujimori), para elegir a un exradical que prometió algo de mesura (Humala). El descontento, abonado con las torpes repartijas de cupos en el Congreso, sigue creciendo, y quién sabe si en tres años más los electores demanden, ahora sí, un radicalismo claro y explícito. Y entonces puede venir alguien prometiendo romper todos los huevos que le pongan en la canasta, solo por romperlos, y que por lo tanto no le interesen los indicadores de inflación y crecimiento, que no tema despilfarrar reservas ni destruir la industria local, y que se crea el cuento de que emitir dinero sin respaldo es la solución a cualquier problema de caja. Tal vez entonces los empresarios y tecnócratas tendrán un arrebato de cordura y pensarán: “¿Y si iniciamos las reformas?”. Pero entonces ya nadie les hará caso.