Yo también me llamo Perú: Parte 3: Pepitas de oro
Yo también me llamo Perú: Parte 3: Pepitas de oro
Huepetuhe, sórdido poblado minero donde la selva se muere de a pocos. De los numerosos tigrillos que pululaban en las orillas del río —ahora extensas dunas de arena— solo quedan ratas y pandillas de gallinazos que se disputan los desechos. Aquí, lo que brilla no es el oro. Las calles de tierra oscuras son iluminadas por el parpadeo de los focos rojos de los bares y prostíbulos donde se explota sexualmente a decenas de menores de edad.
La minería informal no causa estragos solo en los bosques, ríos y cuencas. El crecimiento explosivo de esta actividad extractiva, avivado por el alza histórica del precio internacional del metal, ha consolidado una red de explotación sexual. Ésta se inicia en las ciudades andinas de Puno, Cuzco y Apurímac y termina en los prostíbulos y campamentos mineros de la región de Madre de Dios.
En los video-bares, transformados en burdeles por las noches, los mineros y peones gastan con rapidez y facilidad sus gramos de oro, producto de sus agotadoras jornadas laborales de 24 horas. Se paga 7 soles por un menú, 12 soles por una cerveza helada, y por 50 soles se obtienen los servicios sexuales de una menor.
En esta tierra de nadie, las enfermedades tropicales, como el dengue y el paludismo, conviven con la insalubridad, la degradación social y moral, la corrupción y formas de trabajo que lindan con la esclavitud. Un infierno creado por la fiebre dorada.
Foquitos rojos
En la gran mayoría de los campamentos o pueblos mineros, como Delta 1, Bajo Pukirí, Nueva Arequipa, Laberinto, Boca Colorado y Lamal, los mineros viven en la miseria, pese a la riqueza natural que los rodea. Mendigos sentados sobre un banco de oro, decía Antonio Raimondi.
Un ejemplo es Huepetuhe, poblado de aproximadamente 15 mil habitantes, en su mayor parte flotante. Con sus calles permanentemente inundadas por aguas servidas —la mayoría hacen sus necesidades en los patios traseros—, lodo pestilente, basura quemada y sus innombrables bares y burdeles, parece sacada directamente de un corto tipo far west pero recargado de horror.
“Las Gatitas”, “Las Nenas”, “La Jaula”, “El Bunker”, “El Venus”, “Tu Lugar de Placer”. Solo los focos rojos distinguen a estos prostíbulos llamados “carpas azules” de las demás precarias viviendas de madera. Cuatro paredes de este material asentadas sobre pilares, un techo de plástico azul, una mesa y unas cuantas sillas con colchones tirados en el suelo.
“Un día cualquiera en Huepetuhe es una suma de sinsentidos, de degradación, de tristeza. Es feo. Todos los días paso por estas calles llenas de prostíbulos. Pienso en estas chicas, en cómo serán sus vidas. Nosotros venimos porque nos dijeron que aquí había oportunidades. Mi madre abrió un negocio. Pero ya me cansé de vivir aquí”, señala Liliana Díaz, quien vino a Huepetuhe con sus padres por la misma razón que otros: el negocio informal que se genera alrededor del oro.
Ojotitas y Cocoteras
Los prostíbulos suelen clasificarse en dos categorías, definidas por la procedencia de las jóvenes. En algunos bares se los llama “Ojotitas”, en referencia a las sandalias que usan las mujeres provenientes de comunidades campesinas andinas. Otros son conocidos como “Chicas” o “Cocoteras”, y en ellos los dueños ofrecen a los parroquianos jóvenes de ciudades selváticas y costeñas.
“Las menores de 12 a 14 años, las más bonitas y las que tienen el mejor cuerpo, se encuentran en la ‘zona VIP’. Allí entran mineros que tienen dinero para pagar el derecho de cubierto. En general, se paga más por las más jóvenes. Las chicas de 14 a 18 años están consideradas ya como mayores y son una segunda opción de sexo. Y las que pasan los 18 años están consideradas como viejas”, explica el fiscal superior Pedro Washington Luza Chullo, presidente de la Junta de Fiscales Superiores de Madre de Dios, quien se encarga de los casos de denuncia por trata de personas.
No existen cifras exactas de las menores de edad explotadas sexualmente. Menos aun, registro de niñas llevadas con engaños a estos alejados campamentos mineros. Un estudio de campo realizado por Oscar Zevallos, sociólogo y director de la Asociación Huarayo, estima que hay un promedio de una o dos menores de edad en cada uno de los 80 bares que funcionan en Huepetuhe. La misma cifra que en el poblado de Mazuko, ubicado en la margen derecha, aguas abajo del río Inambari, y más de 100 en Delta 1.
El enganche
Las adolescentes y niñas víctimas de explotación sexual son traídas de las regiones rurales andinas y amazónicas, a través de diversos circuitos. Los captadores o “enganchadores”, por lo general mujeres, traen promesas de trabajos bien remunerados a jóvenes de Apurímac, Cuzco, Puno, Arequipa, Ucayali y San Martín.
Reclutan con mayor rapidez ofreciendo ropa, pasajes y adelantos monetarios, frecuentemente firmando un contrato sin ninguna validez jurídica. Andan captando a sus víctimas en sitios estratégicos como mercados, paraderos de buses y a través de afiches, agencias de empleo formales e informales. Las menores de edad llegan escondidas en camiones cisternas, para burlar los controles policiales —si los hay—, para instalarlas temporalmente en el poblado de Mazuko, antes de empezar la distribución.
A las jóvenes, que a menudo buscan huir de la violencia familiar, de la pobreza u otros males, se les prometen empleos “suaves” de cocinera, lavandera, vendedoras de autopartes o repuestos, cuidantes de bebes o meseras con remuneraciones de 350 nuevos soles o más. Jugoso ingreso en comparación con el sueldo de 60 soles que ganan como trabajadoras del hogar en ciudades como Puno, Abancay, Arequipa, Cuzco, Apurímac o Tacna.
“Siempre les ocultan el verdadero ‘trabajo’ que van a desarrollar, como la venta de licores en bares, la atención a mineros auríferos ávidos de sexo, licor y diversión”, señala Oscar Zevallos.
“Las chicas terminan por lo general violadas y explotadas sexualmente. Las que se resisten tendrán que devolver los costos del viaje, hospedaje, alimentación, ropa… y al no contar con el dinero para hacerlo, se ven acorraladas y sin otra alternativa que aceptar las exigencias de sus empleadores”, dice Zevallos, quien explica además que a menudo se presiona a las víctimas con la retención de sus documentos de identidad y se les impide la comunicación con sus familiares.
Llama la atención que sean sobre todo mujeres jóvenes las que se dedican a la captación y explotación de las menores.
“Casi 30% de los dueños de prostíbulos son mujeres. Cuentan entre 18 y 25 años de edad y son las esposas de los mineros. Tienen nexo con la actividad minera y son parte del lugar de origen de las menores”, señala Luza.
Sin luz eléctrica, desagüe ni agua potable, las jóvenes son sometidas a condiciones de higiene y de vida infrahumanas. Se las hacina en una sola habitación, utilizada para el descanso y la prostitución. Como si todo esto no fuera ya suficientemente degradante, deben respetar un código laboral. En horas de “trabajo” no se puede salir del local, ni para lavarse ni para orinar. Una infracción al reglamento suele implicar una multa monetaria o castigos físicos y psíquicos infligidos por sus proxenetas.
“Por si fuera poco, también hay víctimas invisibles, inaudibles y olvidadas. Son los hijos e hijas de estas víctimas, de las jóvenes obligadas a prostituirse”, señala Zevallos.
La sensación de abandono es evidente. En Huepetuhe, los niños hacen sus necesidades en las calles. Y también juegan allí, con el agua —repleta de bacterias, microorganismos, parásitos— hasta las rodillas. Nadie se sorprende, nadie se ofende. Es normal. Incluso, las madres lavan su ropa en estas aguas fétidas.
A vista y paciencia de todos
Durante el viaje hasta Huepetuhe es posible cruzarse con proxenetas y con víctimas de explotación sexual. En la zona aurífera todos se conocen y todos se callan. Saben de los lugares en los cuales se ejerce la prostitución forzada de adolescentes, quiénes son los proxenetas y las proxenetas, y quiénes sus víctimas.
“Ella es dueña de un bar. Y las chicas que están con ella trabajan allí. Muchas de las ex víctimas ahora regresan a sus zonas de origen y engañan a otras chicas, de la misma forma que ellas fueron engañadas. Es un ciclo vicioso, horrible”, cuenta Liliana Díaz mientras señala con la mirada a una mujer que baja de una camioneta acompañada de dos jóvenes.
La comisaría de Huepetuhe, que cuenta con apenas 12 efectivos, está ubicada en una calle adyacente a otra donde se concentran media docena de bares y prostíbulos.
En lo que va del año se han realizado varios operativos policiales para rescatar a las víctimas de trata en las zonas mineras de Guacamayo, Lamal, Mazuko, Huepetuhe, Sarayacu y Laberinto, entre otros. Se ha logrado rescatar a unas 50 jóvenes. En el 2009, según un informe de la Dirección Regional de Trabajo de Madre de Dios, se realizaron 16 operativos similares en campamentos mineros artesanales, lográndose rescatar a 62 menores de edad.
Cifras alentadoras. Sin embargo, el fiscal Luza estima que hay más o menos mil menores todavía atrapadas en este infernal universo.
En muchos casos ni siquiera se denuncia, por temor a las represalias y la violencia. En Huepetuhe, y aun más en los campamentos mineros ubicados en zonas alejadas, inhóspitas y muchas veces casi inaccesibles, la única ley vigente es la del más fuerte. Defender los derechos de estas jóvenes se considera como una intromisión, y varias veces los mineros han respondido con fuerza y violencia a la incursión de las autoridades.
Por otro lado, los mismos efectivos policiales, que no se dan abasto para enfrentar esta problemática, frustran los operativos, llamando a los mineros por celular para advertirlos.
Frente a esta problemática y la inacción de las autoridades, el albergue de la Asociación Huarayo, dirigido por Oscar Zevallos y su esposa Anna Hurtado, se ha convertido en una de las pocas instituciones que parecen preocuparse. Ellos brindan un espacio de acogida y restablecimiento a las niñas y adolescentes esclavizadas en los prostíbulos o abandonadas.
En los dos últimos años, en un esfuerzo desde la sociedad civil, han acogido a 72 víctimas de trata. Son adolescentes embarazadas, madres adolescentes, engañadas, maltratadas, explotadas, violadas, y que sufren con frecuencia de enfermedades como la tuberculosis y parasitosis, así como de desnutrición y heridas.
Muchas adolescentes que intentan el retorno a sus comunidades reciben el repudio de sus padres, familiares y comunidades. Y así, regresan a Huepetuhe.
“Nosotros enfrentamos esta situación con mucha energía y con nuestro mayor esfuerzo. Pero en realidad es casi nada; es como una gotita de agua en el mar”, señala Zevallos.