¡Disciplina compatriotas!
¡Disciplina compatriotas!
Consecuente con mi oficio de historiador, había pensado iniciar esta nota hablando de Jorge Basadre, de Víctor Andrés Belaúnde, agudos observadores de la vida nacional y fuentes inagotables de “peruanidad”. Las voces que me trae la radio --via Internet-- socaban, sin embargo, mi pretensión académica, removiendo viejas ansiedades sobre el devenir del Perú. Un crescendo de bronca --que en las últimas semanas ha derivado en franca indignación-- es lo que escucho. “Este país, señorita, está podrido desde la raíz”: hiriente frase de un oyente que basta para resumir la crispación.
Sigue la palabra escrita el curso del desfleme radial. Que en el Perú “se va consolidando como una ‘pendejocracia’ anota Augusto Alvarez Rodrich. En maremágnum de suspicacia y cuchillada deriva el debate parlamentario. Y la seguridad, por cierto, concentra los más acalorados reclamos. ¿Se apresuran quiénes hablan de “mexicanización” en referencia al problema del narcotráfico? ¿Hay en curso, en el Perú, un proceso de “captura criminal del estado” como sostiene Héctor Aguilar Camín para el caso de su país? A la ansiedad de los oyentes ponen cifras las encuestas de victimización. Y mientras unos reclaman “que salga el Ejército a las calles” una investigación sobre el perfil de la delincuencia peruana aporta un dato perturbador: lo que distingue al hampa local de sus contrapartes de la región –sostiene Gino Costa-- es el alto porcentaje de ex-miembros de las Fuerzas Armadas que integran sus filas. ¿Por qué no ha sido capaz la prosperidad de los últimos años de prevenir el deterioro institucional? Al gobierno, a los tecnócratas, al legado fujimontesinista, a los caviares, a los terrucos, a los otorongos, a las ONG ¿a quién culpar?.
Desde la academia, intentan algunas voces abrirse paso por la maleza. Como un muy peruano fenómeno político describe Alberto Vergara la prevaleciente “crispación sin crisis”. Una situación en la cual sobre la “nada política”, sobre la común mediocridad, navega la polarización. A una formulación de nuestro primer presidente civil –Manuel Pardo (1834-1878)—nos remite la Carmen McEvoy: el “régimen peruano” como una “anarquía moderada.” ¿Una cierta vocación inmanente por el despelote sugiere la historiadora? Situado en el “caos del tráfico” limeño, en todo caso, una situación en la cual “el que vulnera la norma es en realidad el normal” y el que pide que se cumpla aparece como un “loco disfuncional” describe Eduardo Dargent. ¿Qué clase de sociedad puede surgir –se pregunta, por su parte, Luis Pásara comentando los resultados de una encuesta reciente—en un medio en que más del 95% de la muestra piensa que ni el público, ni las autoridades, ni los políticos, respetan las leyes de la república?
Contundente, en ese sentido, el argumento del economista Efraín Gonzalez de Olarte: no solo fortaleza “institucional” sino también “moral” se requiere para actuar sobre las desigualdades que, en última instancia, engendran la conflictividad: líderes, vale decir, con la autoridad moral suficiente para generar cultura cívica y promover comportamientos éticos. Cualidades inexistentes –concluye— en una clase política estructuralmente condicionada a recurrir al “asalto al Estado” como modo de reproducción.
Como el aterrizaje forzoso de una narrativa de la prosperidad cuyo gran horizonte no era otro que la inminente “primermundización” del Perú aparece este abrupto giro en la conversación sobre la situación del país. La narrativa de un “nuevo Perú” surgido de la épica del migrante y que, en su momento más delirante –y por parte de algunos de sus menos ilustrados voceros-- arremetía contra la “letanía derrotista” instilada por textos como Paco Yunque de César Vallejo o Lima la Horrible de Augusto Salazar Bondy. Una narrativa que --en palabras del publicista Gustavo Rodríguez— sufriría un rápido desgaste debido a su incapacidad de proponer –aparte del éxito económico— los valores que requerimos “para llegar a ser una sociedad integrada”.
¿Es el fantasma del país de las “oportunidades perdidas” que ataca de nuevo promovido por irredentos espiritus vallejianos o una mera resaca pasajera ante las desmedidas ilusiones de la era de la “marca Perú” lo que explica este súbito cambio de ánimo? ¿O es acaso el efecto de nuestra genéticamente determinada “tristeza andina” –al decir de Alan García-- que nos inclina hacia el derrotismo? La ciencia, en todo caso –asegura Jorge Yamamoto—, ofrece hoy elementos para responder a la célebre pregunta de Zavalita. Para evitar, más aún, ¿que el Perú se joda más?. Elementos que –sostiene el psicólogo de la PUCP— que permiten pensar en un plan nacional que –con el concurso de estado y sociedad civil actuando concertadamente por un período de “por lo menos tres años”-- se abocaría a rescatar los valores de la comunidad andina con el fin de integrarlos en la modernidad. Una version “new age”, al parecer, de los ideales indigenistas de los años 20. ¿Podremos dejar de ser, por esa vía, uno de los países –como anuncia un estudio reciente—uno de los países menos felices del continente?.
Un dato perturbador: lo que distingue al hampa local de sus contrapartes de la región es el alto porcentaje de exmiembros de las Fuerzas Armadas que integran sus filas
Así las cosas, no parece tan mala idea, retornar a Basadre o a Belaúnde. No para hacer gala de erudición o chauvinismo sino en busca de brújula y equilibrio; de puntos de vista que nos salven de la bipolaridad y del exitismo; que nos ayuden a recobrar el sentido de la “posibilidad” nacional”, del real sentido de ese hambre de patria que tanto inquietaba a los novecentistas. Al Basadre que, con su noción –a propósito de la era del guano—de Prosperidad Falaz advertía sobre los límites del crecimiento exportador tanto como de la proclividad rentista y derrochadora de las elites locales. Al Basadre que estableció líneas maestras para pensar el Perú “como una unidad lo más armónica posible” como condición para evitar –escribía en 1944— “desgarramientos sociales” e impulsar “planes concretos para seguir atacando progresivamente los males de nuestra realidad”. Y al Belaúnde que, en 1932 advertía sobre el reto complejo que significaba liberarse del legado de la autocracia leguiísta: luchar contra la “tendencia al olvido y a la inercia” propias de “nuestra psicología”; luchar, asimismo, contra el “viejo vicio nacional” de la “incoherencia por incomprensión, por exagerado individualismo”; reconocer, finalmente, que sólo una “heroica disciplina” podría permitir articular el “programa común” que permitiría al país confrontar la crisis que le abatía por ese entonces.
No se trata por cierto de andar por la vida con un breviario de citas de los grandes del pensamiento peruano. Se trata de recobrar un hilo perdido en el actual tráfago gobalizante; de dialogar con generaciones que veían desde el Perú (más que desde la globalidad) el problema de la construcción nacional; con generaciones que bajo la sombra de la ocupación y de la última gran guerra civil del XIX (1895) y ante el descalabro del más sostenido experimento “republicano” en un siglo de vida independiente, se sintieron compelidos a pensar –como ninguna otra generación lo volvería a hacer— “¿para qué se fundó el Perú”? ¿No es acaso lo que corresponde hacer a pocos años de celebrar el bicentenario nacional?