La “segunda vuelta” en España
La “segunda vuelta” en España
Seis meses después de haber votado –el 20 de diciembre del año pasado– los ciudadanos españoles irán nuevamente a las urnas el 26 de junio. Técnicamente, no es una segunda vuelta, fórmula electoral que no existe en España, pero sí es una segunda oportunidad luego del relativo fracaso del primer intento, que no produjo la formación de un gobierno.
España tiene un régimen parlamentario. Esto significa que el jefe de gobierno es elegido por el Congreso de los diputados; cada una de las 50 provincias elige a sus representantes al Congreso sobre la base de los votos obtenidos por cada partido en el nivel provincial. Esto significa que el número de parlamentarios elegidos por cada agrupación no es proporcional al total de votos que obtuvo el partido en el país. Los partidos con mayor votación concentran un número desproporcionadamente alto de diputados. En esto, el sistema electoral español se parece al peruano, donde una elección también circunscrita a los representantes departamentales provocó en abril que el fujimorismo se hiciera de 56% de los puestos en el Congreso, habiendo obtenido menos de 24% de los votos emitidos por los ciudadanos.
Ahora bien, así conformado el Congreso en España, procede a elegir un jefe de gobierno. Cuando un partido obtiene la mitad más uno de los diputados, como ha ocurrido varias veces en los 39 años de la democracia española, el resultado de esa elección parlamentaria es previsible; aunque legalmente no hay obligación de elegir al cabeza de la lista ganadora –incluso puede elegirse a alguien que no es diputado–, en la práctica es lo que ha ocurrido. En otras ocasiones, en las que ningún grupo obtuvo la mayoría absoluta, se la conformó en alianza con algún grupo menor –usualmente, los partidos nacionalistas en el País Vasco, Cataluña y Canarias estuvieron disponibles para tales alianzas a cambio de algunas ventajas.
Del bipartidismo a la vigencia de cuatro partidos
El sistema funcionó sin sobresaltos sobre la base de la alternancia entre el Partido Popular, en el que de algún modo se agrupan los herederos democratizados del franquismo, y el Partido Socialista Obrero Español, que es considerado como el representante de la social-democracia. Pero en mayo de 2014, con ocasión de las elecciones al parlamento europeo, el bipartidismo apareció resquebrajado como resultado de la dura crisis económica iniciada en 2008 y la avalancha de enormes escándalos de corrupción que han sacudido en los últimos años a los dos grandes partidos. Ambos factores precipitaron el final de un régimen bipartidario excluyente de otras opciones que, habiendo dado estabilidad a la naciente democracia española en los años setenta, se agotó al cabo de décadas en las que los dos partidos coparon los espacios de poder y de decisión pública, apoyados en mecanismos de clientela.
Dos nuevos partidos aparecieron entonces con fuerza de actores protagónicos. Ciudadanos (surgido originalmente como Ciutadans de Catalunya) y Podemos. Estas agrupaciones comparten un diagnóstico sumamente crítico del ejercicio del poder en España, con especial atención a la corrupción. Ciudadanos se ha nutrido de disidentes de los partidos tradicionales pero tiene un brillante liderazgo joven; se define como liberal, en lo político y en lo económico; al mismo tiempo, se hace cargo de los problemas sociales y es intransigente con cualquier signo de corrupción. Podemos surgió denunciando a “la casta” política en los partidos tradicionales que han gobernado España, con una crítica radical entonada por jóvenes profesores con antigua militancia comunista o anarquista; algunos de ellos han aparecido vinculados a los “socialismos del siglo XXI” de Venezuela, Bolivia y Ecuador, cuyos rasgos autoritarios se han negado a condenar.
En las elecciones del 20 de diciembre de 2015, el cuadro político quedó configurado por las cuatro fuerzas resultantes del cambio ocurrido. El gráfico siguiente compara los escaños obtenidos en el Congreso por los diferentes grupos en las elecciones de 2015 con los de las elecciones anteriores, realizadas en 2011.
Las encuestas han indicado, con variaciones menores, que los probables resultados de la elección a realizarse el domingo 26 serán similares a los producidos en diciembre.
De dos partidos principales que reposaron en un entendimiento tácito o expreso para repartirse beneficios del poder durante décadas, España llegó al año 2016 con un reparto de fuerzas en el que nadie tiene mayoría y el acuerdo para elegir jefe de gobierno –y, luego, para gobernar– es indispensable. El único acuerdo de a dos que podía formar mayoría era el del PP y el PSOE, que los populares –calcando al gobierno alemán– denominan “gran coalición”, insistiendo en que su líder, Mariano Rajoy, sea reelegido como jefe de gobierno en razón de que encabeza el partido que obtuvo mayor votación. Pero la “gran coalición” era sumamente improbable dado que Pedro Sánchez, el líder actual de los socialistas, se comprometió durante la campaña –y lo ha reiterado durante los seis meses transcurridos desde la elección– a no concurrir a ninguna fórmula que mantuviera al PP en el gobierno. En consecuencia, se necesitaba un acuerdo de a tres, lo que en los hechos se demostró imposible.
Pablo Iglesias, el carismático y discutido líder de Podemos, formuló públicamente una propuesta de gobierno con el PSOE, que reservaba para su partido los ministerios más importantes, restringía las facultades de la jefatura de gobierno que “ofreció” a Sánchez y reservaba nuevas facultades a una vicepresidencia que habría de ocupar el propio Iglesias. En el PSOE la “propuesta” fue recibida con expresiones de rechazo e incluso indignación.
El PSOE y Ciudadanos anunciaron a fines de febrero que tenían un acuerdo de gobierno. Un laborioso texto detalló los compromisos a los que arribaron, que incluían renuncias o concesiones de ambos lados, para invitar a otros grupos a que se sumaran. Podemos insinuó que la presencia de Ciudadanos en el acuerdo era inaceptable. El PP reiteró su posición de que cualquier acuerdo debía reservar la jefatura del gobierno a Mariano Rajoy. En marzo, el acuerdo PSOE-Ciudadanos no obtuvo mayoría en el Congreso. Se abrió entonces una agónica ronda de nuevas negociaciones que en definitiva desembocaron en el fracaso y en la convocatoria a nuevas elecciones, que son las de junio.
Volver al principio
Las encuestas han indicado, con variaciones menores, que los probables resultados de la elección a realizarse el domingo 26 de junio serán similares a los producidos en diciembre. A mediados de junio, las tendencias indicaban que el PP mantendría o aumentaría ligeramente su votación; que Podemos –reforzado por una alianza con Izquierda Unida– pasaría a ser la segunda fuerza, por encima del PSOE; que este disminuiría en algo su votación del año pasado y que Ciudadanos incrementaría solo ligeramente su respaldo electoral. Las proporciones en el Congreso serían entonces semejantes a las elegidas en diciembre, haciendo indispensable un acuerdo de tres fuerzas, que sigue apareciendo como la cuadratura del círculo.
El único debate entre los cuatro candidatos se realizó el lunes 13, transmitido por la televisión pública y algunas de las cadenas privadas. Aparte de algunos zarpazos y ciertas muestras de ingenio, nadie se movió un milímetro de donde ha estado desde hace medio año; el clima de desencuentro se incrementó. PSOE y Ciudadanos parecieron mantener entre ellos el buen trato que les hizo posible firmar un acuerdo de gobierno cuatro meses atrás. El PP se mantuvo en su tesis de que se elija en el Congreso al candidato del partido más votado, seguro como está de que la fórmula favorece a Rajoy. El empecinamiento personal de este en mantenerse en el puesto acaso esté motivado por el temor a ser comprendido como inculpado en algunos de los varios procesos por corrupción que tiene abierto un impresionante número de dirigentes del Partido Popular.
Pablo Iglesias, que se regocija con sus logros en socavar al PSOE y convertirse él en la cabeza visible de la izquierda, mantiene el ofrecimiento de un pacto con los socialistas, seguro de que estos lo considerarán inaceptable y él podrá responsabilizarlos de que no se conforme un “gobierno progresista” como el que propone. Salvo cuando se discute su relación con Venezuela o el financiamiento por Irán de un programa de televisión que produjo, es el más cómodo de los cuatro candidatos.
Albert Rivera, la figura central de Ciudadanos, se halla en minoría en su tierra natal, Cataluña, donde defiende mantenerla en España, en contra de la mitad de sus compatriotas que han sido ganados por el independentismo. Esta dificultad de origen quizá empaña su imagen impoluta en lo que al combate a los corruptos se refiere: más de 50 concejales de Ciudadanos han sido expulsados del partido por habérseles descubierto algún punto oscuro. En cualquier caso, no parecería que Ciudadanos superará con alguna ventaja el 26 de junio.
La “segunda vuelta” española puede, pues, desembocar en un resultado parecido al de la “primera”. La pregunta es qué sigue a ese posible resultado. Los cuatro candidatos han asegurado que harán lo necesario para no ir a una tercera elección pero nadie explica cómo si los actores siguen aferrados a sus posiciones, demarcando firmemente unas “líneas rojas” que ya hicieron imposible un acuerdo.
España vive una situación política que no tiene precedentes y acaso no tenga reglas adecuadas para ser enfrentada.
Las disposiciones vigentes exigen que quien encabece el gobierno obtenga en el Congreso la mayoría absoluta en primera votación o, en su defecto, que en la segunda votación reciba más votos a favor que en contra, abriéndose paso así a que un sector se abstenga para hacer posible la conformación del nuevo gobierno. La propuesta estratégica más ingeniosa que se ha publicado sugiere que el PSOE reviva su acuerdo con Ciudadanos y exija al PP su abstención en segunda votación, bajo la amenaza de que, de no ser así, los socialistas irán a un pacto con Unidos Podemos, posibilidad que espanta al sector conservador. Puede decirse que las normas no han previsto la posibilidad de que los congresos resultantes de varias elecciones sucesivas no logren conformar, ni en primera ni en segunda votación, la mayoría –absoluta o relativa– para elegir al jefe de gobierno.
Entre rumores y especulaciones, se ha esbozado que el rey Felipe VI podría proponer como jefe de gobierno a una figura no partidaria que logre reunir un consenso transaccional de los partidos representados en el Congreso. En el papel, es posible; en los hechos, el desafío es encontrar a ese personaje que encabezaría algo así como un gobierno de transición.
España vive, pues, una situación política que no tiene precedentes y acaso no tenga reglas adecuadas para ser enfrentada. Aunque hasta ahora en la economía no hay signos de que se vaya a pagar un precio por no tener un nuevo gobierno –y que un “gobierno en funciones” se prolongue a lo largo de este año–, el crecimiento de la izquierda radical con una cuarta parte del electorado, en medio de un panorama político incierto, habrá de atemorizar a ese personaje que, según reza el dicho, es el más miedoso: el dinero.